LISBOA 1
Diga lo que diga el calendario, el invierno en Madrid comienza en Enero, justo un poco antes o un poco después del día de Reyes. Es entonces cuando en esta ciudad las temperaturas diurnas difícilmente sobrepasan los 7º y las nocturnas suelen caer a -4º o -5º, y un airecillo proveniente de la cercana sierra recorre como una cuchilla las calles madrileñas, haciendo que las gente se arrebuje en sus abrigos, se cale los gorros hasta las cejas y se proteja el cuello con gruesas bufandas de lana. Así de esta guisa nos presentamos A. y yo, en el aeropuerto de Madrid hace un par de semanas. Por una vez, íbamos con tiempo de sobra y habíamos hecho el check-in con antelación, y como esta vez no nos dejamos nada olvidado en las bandejas del control policial, llegamos con puntualidad y sin sobresaltos a la puerta de embarque así que a las 9:00 de la mañana estábamos tomando un café en el pequeño bar que se encontraba justo enfrente de nuestra puerta. Destino: Lisboa. El vuelo salió puntual y por esas cosas que tiene la vida como la poca duración del mismo y el cambio horario, casi se da la paradoja de llegar al destino antes de haber despegado del origen.
De las veces que he llegado a Lisboa, esta es la primera vez que lo hacía
en avión, siempre lo había hecho cruzando el imponente puente de Vasco de Gama
y tengo que decir que me gusto el aeropuerto lisboeta. Un aeropuerto moderno,
pequeño, cada día odio más los mega aeropuertos, accesible aunque eso si no
libre de errores. Cuando le preguntamos a la mujer del mostrador de información
si era mejor el metro o el bus para llegar a nuestro hotel, la joven tras mirar
en el mapa la dirección de nuestro hotel nos indico que lo mejor era el autobús
que pasaba con bastante frecuencia y justo tenía una parada en la esquina de
nuestro hotel. Tras estar veinte minutos esperando los frecuentes autobuses,
cuando llego uno, nos informó que la ruta ese día estaba suspendida, debido a
una “celebración”. Así que cogimos nuestras mochilas, afortunadamente no
llevábamos mucho equipaje, y nos dirigimos a la cercana parada del metro. Tras
luchar unos instantes con las maquinas expendedora, conseguimos nuestras
tarjetas y entramos en la linha vermelha. Al poco llego nuestro tren e
iniciamos nuestro viaje subterráneo. Una vez más pude comprobar que en el metro lisboeta nadie da una voz, nadie
habla, nadie ríe, que pese al ruido de las ruedas contra los raíles la voz que
anuncia las paradas y los transbordos se oye nítida y claramente. No hay grupos
de adolescentes ruidosos, en los pasillos la gente camina charlando en voz baja
pero no es solo en el metro, los lisboetas y los portugueses en general, son
gente que habla quedo, pausadamente, sin sobresaltos, realmente por su carácter
parecen más ingleses que latinos aunque quizás tenga que ver con que nosotros
llegamos de Madrid sea una de las ciudades más ruidosas del mundo.
Sin más llegamos al hotel, nos
alojamos, desempaquetamos y nos dispusimos a dar un paseo, eso si antes de
salir nos cambiamos de ropa y dejamos
los abrigos en la habitación, ya que Lisboa nos había recibido con un magnifico
día, soleado y cálido más propio del mes de abril que de enero. Una vez en la
calle y sin la necesidad de tener que hacer las obligatorias visitas a
monumentos y edificios representativos, nos decidimos por vagabundear sin
rumbo. Comenzamos nuestro paseo en la Avenida de la Republica, y comenzamos a
descender hacia el parque de Eduardo VIII, una vez que llegamos a la Avenida de
Liberdade y un poco después del monumento al marqués de Pombal, giramos a la
derecha y nos metimos en la parte baja del barrio de Alfama. Justo en ese
momento, cuando hemos dejado atrás las calles elegantes y llenas de tráfico, comenzamos
a disfrutar de la ciudad, de sus aceras empedradas, de sus barrios llenos de
casas abandonadas, de las calles estrechas y empinadas, de los edificios con
sus coloridas fachadas de azulejos y con ropa colgada a secar en cuerdas que
van de ventana a ventana, de sus tiendas de antigüedades, posiblemente Lisboa
sea de las ciudades que conozco aquella que tiene el mayor numero de este tipo
de tiendas, de sus pequeños bares. Fue
en uno de estos bares, exactamente tenía cuatro mesas a disposición del
público, donde entramos a comer el menú del día. Tras esperar un par de minutos
a que una de las mesas quedase libre, el dueño a la vez que camarero y mientras
nos ponía un mantel limpio, nos dictaba el menú, elegimos sopa de primero,
siempre hay sopa de primer plato en los menús del día en Portugal, de plato
principal yo elegí arroz con pulpo y A. eligió una un plato de varias carnes,
ternera, cerdo, pollo todo a la plancha, para beber una botella de vino de la
casa, que consistía en una botella de litro que rellenaban de un caja de esas
de cinco litros colocada en un rincón de la barra, para variar en lugar del
típico queso de aperitivo, nos pusieron unas aceitunas, que al igual que
hubiese ocurrido con el queso nos las cobraron al final. Nos sentamos y
esperamos nuestra comida mientras veíamos a la cocinera trajinar en la cocina
preparando los platos. Por la tele, y fue una constate durante nuestra estancia
en la ciudad únicamente ponían noticias relacionada con la muerte y exequias de
Mario Soares, el antiguo primer ministro socialista. Vimos como la comitiva con
el coche fúnebre, pasaba justo por la plaza donde estaba nuestro hotel y en ese
instante comprendimos el motivo de las “celebraciones” que habían obligado a cerrar la ruta del bus. Después de
una pequeña espera y justo en el momento en el que nuestro apetito ya empezaba
a ser un problema, llegaron el arroz y la carne. Sin casi dar tiempo a que el
camarero dejase los platos en nuestra mesa, comenzamos a comer, mientras que mi
arroz estaba buenísimo, la carne no pasaba del aprobado. Estábamos terminando
cuando llego el dueño-camarero, y con gestos de tristeza, nos dijo que se le
había olvidado servirnos la sopa, que por favor le perdonáramos y que nos la
servía en ese instante. Le dijimos que no se preocupase, que estábamos saciados
y que nos dijese que tenía de postre, elegimos un flan de chocolate y un
pudding. Ambos excelentes. Y para
terminar un imbatible expreso, reconozco que tengo debilidad por el café
portugués, después de pagar y comprobar la cuenta, las sopas no estaban
incluidas, salimos del local y
dispuestos a hacer la digestión comenzamos a subir hacia la parte alta
de Alfama, en nuestro camino pasamos por delante de la preciosa fachada de la
casa regional del Alentejo y por más tiendas de antigüedades. Ascendimos hasta llegar al bonito y tranquilo y para mi
totalmente desconocido parquecito de Braamcamp Freire, donde hay un extraño
monumento a un santo portugués lleno de ofrendas y exvotos de fieles
agradecidos.
Nos sentamos en uno de los bancos
para disfrutar del agradable sol de la tarde, mientras observamos a los
ancianos que hacen gimnasia en los diversos aparatos dispersos por el jardín.
Al poco uno de los gallos, quizás envidioso de su famoso antecesor de Barcelos
y que sueltos pululan por el césped, cacarea y decidimos que es el momento
exacto de reanudar nuestro paseo. Por lo que comenzamos nuestro descenso hacia el Tajo paseando por un
barrio con edificios de cuatro plantas que tienes desconchones en su fachada,
con otros donde abuelos asomados al balcón pasan la tarde viendo a los
transeúntes hasta llegar a la muy comercial avenida del Almirante Reis que
poco después pasa a llamarse Avda. Palma, una calle llena de vitalidad con
múltiples marisquerías que muestran en sus escaparates acuarios llenos de
langostas y bogavantes y de comercios dedicados a vender artículos de
hostelería y en los que no podemos evitar entrar para echar un vistazo a unas
cataplanas valorando si nos la llevamos como regalo, opción que desistimos
al recordar que solo tenemos dos
mochilas como todo equipaje. La calle tiene incluso un minúsculo barrio chino,
con sus peluquerías, supermercados donde se venden extraños vegetales y tiendas
de todo a 100.
Llegamos a la plaza de Martim
Moniz, una plaza que parece querer llevar la contraria al resto de la ciudad.
La última vez que estuvimos aquí, la plaza estaba en obras mientras el resto de
la ciudad permanecía sosegada, ahora mientras la ciudad es un caos de calles
abiertas y aceras levantadas, la plaza luce tranquila. Es una plaza agradable,
con su fuente en forma de Nao, sus terrazas para sentarse a disfrutar de una
cerveza, los niños jugando y sus inmigrantes africanos sentados en los bancos
mientras en el suelo están extendidas sabanas donde exponen sus productos,
también claro están las pintadas contra la gentrificación del barrio.
Descendemos un poco mas hasta
llegar a la plaza de Figueira, ya en pleno centro monumental, y donde aún están colocados los adornos de la
pasada navidad. Cerca de la estatua que domina la plaza hay una parada de
tuk-tuk, los motocarros que se han puesto de moda para hacer una rápida visita
turística por la ciudad. A. y yo los miramos divertidos, nos recuerdan a otro
continente, a otro país y a otra ciudad.
Cruzamos la plaza, evitando morir atropellados por alguno de los numerosos
tranvías que tienen aquí su origen y destino y nos paramos a ver alguno de los escaparates
de los múltiples comercios que abarrotan los bajos de los edificios, el de un
hospital de muñecas, el de una tienda de quesos y vinos, el de una joyería que
según reza es la más antigua de Lisboa.
Dejamos la plaza y por la calle de la plata, nos dirigimos a nuestro
destino final esto es algún bar cercano al remodelado Mercado Central Lisboeta.
Pasear por la calle de la plata es como hacerlo por otras muchas calles de
otras muchas ciudades del mundo, calles sin alma, sin historia, solo una
sucesión de tiendas de multinacionales de ropa, de complementos, de zapatos,
todas ellos en los bajos de esos edificios lisboetas que tienen mas pasado que
futuro. Tras llegar a la Plaza del Comercio, giramos a la derecha de la misma y
callejeamos. Al llegar al jardincillo de la plaza de San Paolo, ya nos hemos
decidido, retrocedemos sobre nuestros pasos y entramos en un pequeño garito,
con ventanales que dejan ver un interior entre rustico y moderno y del que sale
una buena música brasileña. Nos sentamos y pedimos unas caiprinhas. Por una vez
y sin que sirva de precedente, nos sirven las bebidas acompañadas de un pequeño
cuenco de palomitas. Bebemos despacio, disfrutando del atardecer que se cuela
por los ventanales y dejándonos acunar por la música brasileña, y comentamos el
paseo. El día pasa factura y realmente
estamos agotados, cogemos el metro y nos dirigimos hacia la zona donde esta
nuestro hotel.
Ya en la habitación, nos duchamos
y descansamos un rato con vistas a salir y buscar un bar por la zona que nos
permita descansar tomando un vino o una cerveza, objetivo que resultará más difícil
que lo previsto. Una vez más confirmamos que no es fácil encontrar bares por
los barrios lisboetas fuera de la zona del Chiado o Barrios Altos. Tras un rato
callejeando y cuando estábamos apunto e darnos por vencidos, encontramos un bar
abierto. Es un bar pequeño, con estética moderna, alejado de la típica imagen
de un bar portugués, una librería, con libros y revistas en varios idiomas,
ocupa la pared de enfrente de la barra, donde hay un grupo de hombres, viendo
el partido de futbol que emite la tele. De las tres mesas que tiene el local,
una está ocupada por dos parejas de mediana edad. Elegimos la mesa más cercana
a la puerta. A. pide una copa de vino e increíblemente
le ponen una botella de ½ litro, yo pido una copa de cerveza, buscamos en la
carta, algo para picar. EL camarero nos indica que las tostas tienen mucho éxito.
Pedimos una tosta tres quesos y una ensalada. Relajados, charlamos del día, de
las diferencias entre el carácter portugués y español. Nos traen la tosta,
efectivamente está muy buena. Pido una cerveza
más, miramos la hora son las nueve de la noche y el local se ha quedado casi vacío,
solo dos hombres que, siguen viendo el futbol. Permanecemos un rato mas en el
local, apurando nuestras bebidas. Al poco y después de pagar, nos dirigimos de
vuelta hacia nuestro hotel.
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