VIAJANDO
Nos hemos levantado temprano, ya que nos espera un
viaje de cuatro horas en coche y conviene salir antes de que el calor apriete. La
mañana luce perfecta. Sonrío, al fin vamos a salir del barrio, cosa que en
algún momento me pareció misión imposible. En los cuatro días que llevamos en
Belo Horizonte, en el corazón de Brasil, y debido primero a los problemas con
los retrasos en los vuelos - que traían a la familia desde Argentina y Perú- y que hizo que ese primer día nos lo pasásemos
colgados al teléfono buscando
alternativas de vuelos por internet y que al final cuando todo parecía resuelto
mi suegro no tuviese mejor ocurrencia que ponerse enfermo, enfermedad que acabo
en un ingreso hospitalario para descartar un posible ataque al corazón lo más que me he alejado de mi “hogar” ha sido
para caminar hasta una pollería situada cuatro calles más allá de la casa ya
que el paseo diario hasta el super de la
esquina, no cuenta como alejarse. Hasta que no acontece una situación de este
tipo no te das cuenta lo agobiante y
claustrofóbico que puede ser el no poder salir de la casa, pese a tener un
pequeño jardín que nos permite ver el cielo y disfrutar un poco del sol, y que cuando lo haces únicamente sea para
recorrer los escasos cuarenta metros que van de una esquina de la calle a la
otra y si encima tienes enfrente, separados únicamente por los escasos cinco
metros que mide la calle, los altos muros de un colegio, la sensación de estar
en una cárcel o ser el protagonista de una película de terror se multiplican.
Así que como digo contentos, por
lo menos yo, metemos las maletas y los
trajes, bien estirados para que no se arruguen, en el maletero y nos subimos los cinco en el
automóvil que está aparcado en el pequeño jardín delantero de la casa. Es un coche japonés bastante nuevo de
color gris metalizado. Tras ajustarnos los cinturones de seguridad, y dando
marcha atrás, salimos del jardín con la intención de unirnos al resto de la
familia que ya está en nuestro destino. Nada más salir de la casa, giramos a la
izquierda en la primera esquina, donde la taberna con sus sempiternos
parroquianos y comenzamos a dejar atrás
nuestro pequeño universo conocido. Tras cruzar un par de calles, empezamos a descender,
al poco la cuesta se hace un poco más pronunciada. Llegamos a un cruce, giramos
de nuevo a la izquierda y al poco en
lugar de seguir descendiendo comenzamos a ascender la colina pero ahora por la
otra cara. Mientras callejeamos, entre calles con chalets y pequeños edificios
a ambos lados, voy mirando por la ventanilla. Belo Horizonte se extiende a
nuestros pies y se desparrama por las colinas cercanas. Frente a nosotros en la
lejanía, en el fondo de un pequeño valle entre colinas se levanta el centro de
la ciudad compuesto por edificios no muy altos de entre tres y siete plantas. No se ven rascacielos ni
edificios demasiado altos, tampoco se ven de favelas . El resto de la ciudad, está
conformada por bloques de tres o cuatro plantas, casas bajas y chalets como en el
que hemos estado alojados, se nota que lo que sobra en América es espacio. Una vez en lo alto de la colina un nuevo giro,
esta vez a la derecha y sin transición volvemos
otra vez a descender por otra calle indistinguible de la anterior, las mimas aceras sin árboles, las mismas casa con jardín, las mismo rostros.
Lo reconozco, estoy totalmente despistado, ahora mismo no sabría regresar a la
casa desde la que hemos salido. Al poco terminamos de descender la colina y llegamos
a la incorporación de una autopista de circunvalación, acelerando nos unimos al
tráfico. La circulación es fluida y transcurre sin incidentes. Marlon nuestro
anfitrión y conductor ha puesto música en la radio del coche. A los lados de la
vía se suceden, grandes
supermercados, lugares de venta de
coches de segunda mano con sus patios cubiertos de banderines de colores,
edificios de oficinas junto a bloques de viviendas, panaderías, fontanerías, tiendas
de alimentación, talleres para bicicletas y de vez en cuando algún pequeño
parque. Un par de kilómetros después pasamos un cartel indicador de una
salida, dando el intermitente dejamos la autopista para inmediatamente introducirnos
en otra, con más carriles y más tráfico. Según nos indica Marlon, estamos
circulando por una autopista
interestatal que une el sur con el norte de Brasil, avanzamos a buen ritmo y
poco poco vamos dejando la ciudad atrás,
los pequeños comercios dan pasó a fábricas de cemento, aserraderos y
carpinterías anexas, pasamos delante de una nave que parece dedicada a la
transformación de alimentos, quizás un matadero o puede que una central láctea.
Unos pocos kilómetros después los
últimos indicios de la ciudad, fabricas abandonas y semiderruidas, han quedado atrás definitivamente, a la derecha e izquierda de la carretera vemos en
la lejanía un par de ciudades dormitorios. Adelantamos a inmensos camiones de
siete, ocho e incluso nueve ejes. Viajamos en silencio, solo se oye la música,
rock norteamericano de los años 60 nada de bossa nova o samba, que
sale de la radio que sigue encendida, quizás el estar haciendo este viaje, a un
pequeño pueblo para celebrar una boda que por un momento, por lo menos yo llegue
a pensarlo, creímos que no íbamos a realizar nos hace ir absortos en nosotros
mismos. Según nos hemos ido alejando de
la ciudad el campo abierto ha ido ganando terreno a los edificios, se ven grupos
de vacas pastando indiferentes al tráfico de la carretera, el pasaje es verde
con suaves colinas, aquí o allá se ven pequeños bosquecillos. De vez en cuando las
vallas de alambre de espino que nos acompañan kilómetros y kilómetros, se ven interrumpidas por las
elegantes entradas, construidas en piedra y con hierro forjado, a las haciendas, Se ve gente montada a caballo
pastoreando a las vacas. Seguimos nuestro camino, la carretera es aburridamente
recta, solo algún suave desnivel rompe
la sensación de no avanzar que a veces se apodera de mi, el paisaje se extiende
interminablemente igual ante nuestros
ojos. Vale, lo reconozco, pensé en mi ignorancia que el interior de Brasil sería
un inmenso bosque, con algunos claros, cuando en realidad es lo contrario, un
inmenso prado, muy verde y muy hermoso, con algún bosquecillo aislado, muy bosquecillo
y muy aislado. Al cabo de un par de horas,
decidimos hacer una parada. Salimos de la autopista para entrar en un
área de servicio para descansar, tomar algo e ir al servicio. Debo decir que
nunca, había estado en un área de servicio igual. El lujo esta por doquier, el
aparcamiento está cubierto por la sombra que proporcionan unas bonitas palmeras,
cuidados senderos de grava que discurren entre un perfecto césped llevan a la
cafetería, al inmaculado baño o a la gigantesca tienda de recuerdos. Frente a
los edificios hay una zona infantil con columpios, unos niños juegan en el
tobogán. Unos pavos reales andan despreocupados mostrando sus colas desplegadas
por el jardín, lleno de fuentes y flores tropicales. Dentro, en el restaurante todo varió, no por
el sitio, amplios ventanales, luminoso, limpio, con vigas y techo de madera, si
no por la comida. Tengo que decir que no le acabo de coger la gracia a los
desayunos brasileños. Al igual que me paso con el paisaje, con el desayuno esperaba un festival de zumos de exóticas frutas tropicales, de
buen y oloroso café, de pequeñas yucas fritas o quizás una selección de alimentos para mi desconocidos. Pero nada da
nada, zumo de naranja de los de toda la vida, café normalito y sándwiches de
jamón de york y queso o las omnipresentes “bolinhas”, ya sean de gallina, de
pavo o de queso. Pasados unos 20 minutos y tras la visita de rigor al baño, volvemos a
subir al coche y reanudamos el viaje pero ahora, en lugar de Marlon conduce
Natalia, nuestra anfitriona y futura concuñada. Al poco de reanudar el viaje la
silueta de unos inmensos bosques empieza a recortarse en el horizonte rompiendo
la uniformidad del paisaje, por fin me
digo. Según avanzamos, la silueta del bosque se va agrandando haciéndose más
alargada y más alta, hasta ocupar todo el horizonte. Cuando por fin nos
acercamos lo suficiente para distinguir los arboles resulta que… mi gozo en un
pozo, los bosques están formados por altísimos eucaliptos, miles de hectáreas
repobladas con el árbol que más odio. La
autopista discurre ahora entre kilómetros de bosque replantado para satisfacer las
necesidades de las empresas madereras y papeleras seguidos de kilómetros de
bosques talados, donde solo crecen nuevamente pequeños eucaliptos. Muchos kilómetros
después, los grandes árboles-palo desaparecen definitivamente para dejar paso a un bosque bajo formado por pequeños
arbustos, de formas enrevesadas. Al poco una señal a nuestra izquierda indica el desvió que nos
llevará a nuestro destino. Pompeu 5 Km.
Saliendo de la autopista, cogemos
la pequeña carretera que lleva a nuestro destino. Es una carretera de un solo carril en cada
dirección, y que manifiestamente necesita una nueva capa de asfalto y que se
pinten las rayas. Disminuimos la
velocidad apartándonos un poco a un lado al cruzarnos con un gran camión lechero que
ocupa gran parte de la calzada. Algo más adelante el bosque bajo desaparece y es
sustituido de nuevo por prados con vacas
y por grandes plantaciones de azúcar, de plataneros y de otros árboles frutales.
Al poco empiezan a verse las primeras y humildes casas de Pompeu. Despacio, dejamos
la carretera y avanzamos por las animadas calles, pasamos por delante de una
pequeña gasolinera que hay al lado de un súper, torcemos a la derecha y
avanzamos por una calle con casas cuya fachada está pintada de alegres colores
-rojo verde, amarillo, azul y que parecen, como no puede ser de otra
forma, sacadas de una telenovela
brasileña. Nos detenemos ante la puerta abierta de una gran casa pintada de
verde. Aquí es nos dice Natalia, mientas termina de aparcar. Tras
desabrocharnos el cinturón, descendemos y salimos a la calle, fuera del
microclima que proporciona el aire acondicionado del coche hace calor, de
dentro de la casa nos llegan unas risas y multitud de voces. Cogemos nuestro
equipaje y sin dudar nos introducimos en la fresca penumbra de la casa.
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