BAILANDO CON LOBOS
Hemos quedado con Ca, y C. para que
pasen a recogernos en su vieja camioneta de mañana temprano. No sé si hemos
trasnochado mucho, es curioso, pero al igual que no tengo ningún inconveniente
para recordar las actividades realizadas por el día, suelo tener problemas para
acordarme de lo realizado en las noches limeñas perdidas en su mayor parte en
una difusa nebulosa de bares, garitos, huecos, chelas, reses y música, pero lo
cierto es que cuando nos levantamos para tomar un café, los tres, tenemos bastante
sueño y un poco de reseca. Estamos terminando de arreglarnos, J, quien nos
acompaña desde Madrid en este viaje está durmiendo en la misma habitación que
nosotros con lo que nos tenemos que vestir por turnos, cuando nuestras amigas nos
avisan de que están llegando.
Nos saludamos, recuerda J. un
solo beso me digo para mí, y después de acomodarnos en el coche nos ponemos en
marcha. Dejamos atrás Barranco y cogemos la carretera de la playa. Circulamos
deprisa, incluso para un español en Lima se conduce muy deprisa, cruzamos los
barrios de Magdalena del Mar y de San Miguel, y nos vamos acercando a nuestro
destino. Las calles están rebosantes de vendedores de emolientes, jugos y
frutas, de gente que se dirige a sus trabajos y de escolares que van camino de
su escuela, de combis circulando a toda velocidad repletas de gente, de
colectivos que van y vienen. Al poco, llegamos al Callao, y callejeamos para
llegar al terminal del puerto. En un momento dado Ca, nuestra conductora en
lugar de girar a la derecha se equivoca y gira a la izquierda. En el interior
del auto se monta un pequeño revuelo, C. comenta que ese barrio no es muy
seguro, que la gente se tira al paso de los carros para hacer que paren y
desvalijarlos. Chola, le dice C. gira a la derecha en la siguiente cuadra y da
la vuelta. Mientras avanzamos para girar, miro el barrio por la ventanilla. No
se distingue de ningún otro barrio humilde de la ciudad, casas bajas pintadas en
suaves colores, con ventanas y puertas enrejadas, algunas de ellas tienen una
segunda planta y algunas otras muestran en sus techos inacabados los hierros desnudos
de hormigón de las vigas, esperando crecer en un futuro, que se mezclan con
tiendas de alimentos y pequeños negocios de telefonía. La imagen se completa
con aceras de concreto, cemento, indistinguibles de la calzada, algunos árboles
raquíticos desperdigados aquí y allá y un pequeño parquecillo de hierba
descuidada con algunos juegos infantiles. Seguimos avanzando ahora por una
avenida y al poco vemos recortándose al fondo la imponente silueta del Real
Felipe. Rodeamos la fortaleza, y entramos en la parte monumental del viejo Callao,
casonas imponentes de impresionantes balcones corridos construidas en piedra y
madera, edificios que rezuman historia y dignidad pese a su deterioro, pasamos delante
la comandancia naval y nos acercamos al terminal. Aparcamos y salimos del
coche. Andamos hacia la entrada del puerto, no hay mucha gente, solo oficiales
de la marina de guerra peruana y algún marinero. Llegamos a la entrada y damos
nuestros nombres y el motivo de la visita, el guarda nos indica un edificio.
Nos acercamos, es una cafetería y unos baños. Hay esperándonos una persona de
la empresa turística, hablamos con ella y nos dice que debemos esperar mientras
se reúne toda la gente de la excursión.
Mientras esperamos que llegue el
resto del grupo, damos una vuelta por el embarcadero, nos acercamos al viejo submarino
“ABTAO” de la armada peruana que está amarrado cerca de allí y que ahora cumple
su última misión transformado en un museo y cuya visita es uno de los
alicientes turísticos de la zona. Recuerdo las sensaciones que me produjo entrar
en él en una anterior visita al Callao. Si por fuera no da la sensación de ser
excesivamente grande, cuando desciendes a su interior la realidad es que todo
es minúsculo. Minúsculos, son los pasillos, los catres, los espacios comunes,
incluso estando las escotillas abiertas, da la impresión de que falta el aire,
el barco no es que sea estrecho y no muy alto es que además esta atiborrado de
aparatos, relojes, manivelas y maquinas. Realmente te llega a parecer increíble
que en ese reducido espacio puedan vivir, trabajar, moverse, respirar y
trabajar cuarenta personas, sin acabar todas locas y sin matarse unas a otras.
Se hace aún más increíble al pensar en el navío navegando sumergido y que lo
único que te separa de la muerte es una fina pared de acero. Reconozco que hay que
tener valor para estar y navegar en uno de esos cacharros.
Nos fijamos en que junto a la
mujer con la que hablamos un rato antes, se ha ido reuniendo un grupo de gente,
dejando nuestro paseo nos acercamos, debemos ser unas treinta personas en total.
La mujer nos comenta un poco en que va a consistir la excursión, que veremos, cuál
será el itinerario y nos dan los chalecos salvavidas y nos dirige hacia el
barco que nos conducirá a las Islas Palominos.
No sé si es un barco pequeño o una barca bien grande. J, A. y yo, nos
sentamos en la primea fila de asientos en el lado de babor justo en la proa, Ca,
y C. se sientan al otro lado, en estribo y un par de bancos detrás. Despacio
vamos abandonando el puerto. Aunque es una mañana soleada, según el barco va
cogiendo velocidad el aire fresco del mar y las salpicaduras que produce la
embarcación al cortar las olas hace que no moleste la ligera cazadora que llevo
puesta.
A los pocos minutos de haber
salido del seguro resguardo que proporciona el puerto nos acercamos a la isla
de San Lorenzo, una isla que con sus 8 kilómetros de largo y 2 de ancho es la
mayor del Perú. En este momento caigo en la cuenta que es la isla que se ve
desde cualquier punto de la costa verde cuando miras al horizonte. Pese a su
tamaño es una isla deshabitada ya que no posee ninguna fuente de agua potable y
las lluvias son siendo optimistas tirando a escasas. Pese a esto o, quizás por
ello mismo la isla fue objeto de visitas y veneración por las culturas pre
hispánicas y utilizada por ello como cementerio. En tiempos más recientes, hubo
aquí una base naval que tuvo entre sus últimos moradores a Abimael Guzmán, el
líder del grupo terrorista Sendero Luminoso y a Víctor Olay Campos líder del también
terrorista MRTA. La isla actualmente es de acceso restringido ya que aquí está
ubicada la casa de la playa de la familia presidencial ¿no os lo creéis? Pues
es cierto. Otra cosa es que la casa haya ha sido utilizada por la familia del
presidente de la república en algún momento de los últimos 80 años.
Tras haber disminuido la
velocidad para observar la isla, el barco va cogiendo de nuevo velocidad y nos
dirigimos al canal que separa la gran isla de su vecina, la más pequeña isla del Frontón. Un pequeño islote donde había un antiguo penal y del que hoy solo quedan
algunas ruinas. Ahora la islita es utilizada por excursionistas que vienen a
pasar el día. El canal es un mar burbujeante de blanca espuma ya que aquí se unen
las impetuosas y salvajes aguas del mar abierto con las mas calmadas aguas del interior.
El capitán, nos indica que no nos preocupemos pero que para salir tendremos que
pasar por ahí y que el barco se moverá un poco.
Después de efectivamente movernos
un poco al cruzar el pequeño canal salimos a mar abierto, hace fresco y me pongo un
chubasquero por encima del chaleco. El mar nos dice el patrón esta hoy algo
picado y esto unido a nuestra velocidad hace que nuestra embarcación vaya
cabeceando y dando pantonazos, reconozco que no se si esta palabra existe, pero
es la que se me ocurre para indicar que vamos dando botes en el agua, dando con
la panza del barco sobre la superficie del mar. Noto como a alguno de
pasajeros, J, entre ellos, les está cambiando el semblante y que está cogiendo
un color verduzco de lo más sospechoso. No soy el único que se da cuenta así
que el capitán dejando el timón a su segundo y poniéndose frente a nosotros nos
da unos consejos para evitar el mareo, respirar profunda y sosegadamente, fijar
la mirada en un punto, no mirar al fondo de la nave. Me vuelvo hacia J, que está sentado a mi lado
y veo que los consejos han llegado tarde, está vomitando por la borda como si no hubiese
mañana.
-
¿Mejor? – le pregunto. Cuando noto que ha dejado
de vomitar. J, se gira y me mira y en ese instante soy consciente de que mi
pregunta esta fuera de lugar, su cara esta desencajada y tiene la mirada pérdida.
Una expresión que ya no le abandonara en toda
la excursión. Más tarde, ya en casa y totalmente recuperado nos
reconocerá que a partir de un determinado momento no recuerda nada de la
excursión.
Visto que J, no es el único
pasajero empeñado en alimentar a los peces, el capitán aparte de repartir unas
bolsas de platico hace que las olas entren al barco de una forma menos
agresiva, seguro que esto se traduce en un término marinero, pero desconozco cuál
puede ser, evitando así que el barco se mueva tanto como hasta ahora.
Nuestra travesía nos lleva ahora
hasta las islas Cavinza, refugio de miles y miles de aves. Nos detenemos frente
a ellas. Grandes cormoranes, pelicanos, gaviotas de diversos tipos, gallinazos,
piqueros peruanos, los pequeños pingüinos de Humboldt, se apiñan sobre cada
centímetro cuadrado de la isla y llenan el cielo con sus vuelos, vuelos que
interrumpen de vez en cuando para lanzarse en picado hacia el mar para salir al
instante con un pez capturado en su pico. Hay tantas aves que consiguen que sus
graznidos se eleven sobre el estruendo que provocan las olas al romper sobre
las islas. Estas islas tuvieron un breve periodo de esplendor a mediados del
siglo XIX, cuando se descubrió que el guano, la caca de los pájaros para
entendernos, era un fertilizante maravilloso y como tal era deseado en Europa y
Norteamérica pagándose verdaderas fortunas por él. Es en esta mierda en la que basó el Perú parte
de su prosperidad en esos años. Pero tal como vino se fue y unos años después,
en parte debido a la sobreexplotación y también a la aparición de los
fertilizantes químicos, el guano dejo de ser demandado y la fortuna, esa diosa
tan esquiva ella dejo de sonreír a Perú.
Es el mercado amigo, que diríamos hoy en día. Como recuerdo de aquellos
tiempos de esplendor, quedan restos de las factorías y almacenes que se
utilizaban para procesar el guano. Factorías construidas en madera y a las que
se accedía por unas frágiles escaleras sujetas a las rocas que nacían en el
mar, o en unos pequeños muelles y que increíblemente aún hoy en día siguen en
pie.
Cogemos de nuevo velocidad alejándonos
de las islas. Vuelvo a mirar a J, al verlo me preocupo un poco, no sé si esta adormilado o muerto,
tal es la palidez de su rostro. Me fijo un poco más, me tranquilizo al ver que
está totalmente grogui. Pasamos entre islas e islotes, donde vemos pequeñas
colonias de diminutos pingüinos, me fijo también en las pequeñas embarcaciones
pesqueras que se acercan a las zonas más batidas por el mar. Los pescadores de
pie en sus frágiles barquitos tiran las redes para conseguir las mejores
capturas y poder negociar así un mejor precio a la hora de venderlo
posteriormente.
Al cabo de unos cinco minutos de
navegación llegamos a nuestro destino final, las Islas Palomino. Si las islas anteriores
eran el refugio de las aves, están en cambio son el refugio de miles de lobos
marinos. El graznido de las aves, es sustituido por el profundo rugido de estos
mamíferos. Nos acercamos a la isla y paramos el motor, quedándonos al pairo. Vemos
gigantescos machos, más de trescientos kilos de grasa, con sus características
melenas rojizas y de amenazantes colmillos tumbados al sol y rugiendo amenazadoramente cuando algún joven macho entra en sus territorios, rodeados de
su harem de hembras, de pequeño tamañp en comparación con los machos, que vigilan a las juguetonas crías. Al fijarme en el agua, vqo que el mar está
inundado de pequeñas cabezas que sobresalen por encima de la superficie del
agua para instantes después desaparecer en las profundidades del océano.
El patrón saca unos trajes de
buceo y pregunta quien va a tirarse al agua. A. y yo levantamos la mano, nos da
un par de trajes de neopreno. Seremos unas 10 personas las que nos hemos
animado. Miro a J,, que me sonríe con un condenado camino de la horca, Ca, y C.
tampoco se animan. Nos cambiamos y dejando nuestra ropa al cuidado de J, nos
dirigimos a la proa del barco. Soy el primero en tirarse al agua. Pese al traje,
cuando me zambullo, siento como el frio del agua me cala hasta lo más hondo de mi cuerpo.
Buceo, y nado un poco cerca del barco para entrar en calor. Me quedo flotando
viendo como mis compañeros van tirándose también al mar. Siento como algo roza
mis piernas, miro hacia las profundidades, sombras veloces cruzan bajo mí, se
entremezclan entre ellas, son los lobos marinos jugando o pescando que pasan velozmente
a mi lado rozándome.
Me reúno con A. y nos acercamos
al monitor que está impartiendo unas instrucciones básicas, no molestar a los
animales, no intentar tocarlos, disfrutar y tranquilos que no son peligroso. Si tenéis frio volved
al barco…
Nos dividimos en pequeños grupos,
y nos acercamos al islote, en un momento dado, me veo rodeado por una decena de
pequeñas cabezas hocicudas, que me miran con curiosidad. Pese a que el monitor
nos ha dicho que no atacan a los humanos, estoy seguro que por sus mentes están
pasando la idea de si no seré una posible presa. Los roces con mis piernas son
continuos, me acerco más a ellos, me dejo flotar. Les siento tocarme en mis
brazos, en mis piernas en mi espalda. Siento la presión que forman en el agua
al pasar nadando a toda velocidad cerca de mí. Me acerco de nuevo a A. que
tiene una sonrisa que le cruza el rostro de oreja a oreja.
Mostro, ¿no?, me dice. Yo afirmo
con la cabeza, nos dejamos mecer al ritmo de las olas, solo se oye el sonido
producido por los lobos que hay en las rocas. Un gran grupo de lobos marinos nadan
a nuestro lado, miro a mí derecha, somos una hilera de 5 humanos y frente a
nosotros asoman las cabezas de otros tantos lobos. En ese momento creo ser un
miembro de los jets y tener frente a mí a los sharks. Al fin, no hay ningún
tipo de enfrentamiento ni siquiera musical. Mejor, no teníamos ninguna
posibilidad. Pese a la magia del momento comienzo a sentir frio de verdad, nado
un poco. Al poco veo al monitor haciéndonos gestos para que volvamos hacia la
embarcación. Con pena nado hacia el barco, echo un vistazo a los lobos
que indiferentes a nuestra partida siguen con sus juegos y carreras submarinas.
Espero mi turno y tras dar un
último vistazo tras de mí, subo por la escalerilla y llego a donde esta J,. C.
y Ca, se acercan también, nos preguntan, quieren saber las sensaciones, que
hemos sentido. Charlamos mientras nos quitamos los trajes de neopreno y nos
secamos. Ha sido una experiencia única, fascinante, ¿miedo? Realmente no,
quizás un poco de desconfianza basado en el desconocimiento al principio. ¿sensaciones?
Muchas y entremezcladas, la dicha de estar en contacto con la naturaleza
salvaje, en comunión con otros seres, el ver que esos animales no te tienen
miedo, pero a la vez el sentirte extraño en un mundo que en el fondo no nos
pertenece, que no comprendemos, del que estamos excluidos. ¿Lo mejor? Sin
dudarlo el sentir a los animales tocarte, el sentirlos pasar a tu lado, el ver
sus hocicos, sus oscuros ojos a menos de un metro de la cara, y el comprender
una vez más que tenemos que compartir este planeta con ellos.
El barco se pone de nuevo en
marcha. Un tripulante nos ofrece bebidas calientes y unas galletas de soda J.Inteligentemente declina tomar nada. Mientras
regresamos navegamos entre islotes, llenos de pingüinos, de lobos, de aves a
los que el mar después de eones de golpear ha moldeado de extrañas y curiosas formas,
Nos detenemos un instante frente a una isla casi partida por la mitad cuyas dos
mitades únicamente están unidas por un pequeño puente de piedra y que llaman La
Catedral.
Diez minutos después estamos
entrando por la bocana del puerto. Desembarcamos felices y satisfechos.y algunos aún con mal cuerpo Nos
despedimos de la gente y animados nos montamos en el coche. ¿Destino? La punta
del Callao donde nos esperan un reconstituyente arroz con marisco y un cebiche
acompañados de sus correspondientes chelas heladas
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