LUANDA (I)

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No creo que ni con la mejor de las intenciones haya manera de poder decir que Luanda es una ciudad bonita, amable o agradable de pasear. Más bien todo lo contrario es fea, incomoda y a veces no solo desagradable si no muy desagradable. Es difícil poder elegir algún monumento destacable o edificio singular en el que fijarse más allá de la fortaleza portuguesa, que en su momento guardaba la entrada a la bahía de Luanda y que ahora es el museo de las FFAA Angolanas, en una ciudad en la cual los edificios y palacios coloniales están descuidados o abandonados y algunos de ellos sufren de ambos males y por otro lado la mayoría de los novísimos rascacielos están a medio terminar o quizás, quien sabe a medio empezar. Ni siquiera el gran mausoleo en forma de altísima aguja donde reposan los restos del héroe de la independencia y padre de la patria Agostinho Neto y sus jardines aledaños y que es visible desde gran parte de la ciudad se escapa de la impresión de dejadez y deterioro que invade al curioso o al visitante. Dejando un poco a parte la conocida zona de la Marginale, el renovado y pijo paseo marítimo de la ciudad y una de las contadísimas zonas privilegiadas de la misma, llena de rascacielos estos si acabados,  y que albergan hoteles  de lujo con exclusivos bares en las altas azoteas desde donde se ve el mar y en los que hombres y mujeres de negocios, los escasísimos turistas, si es que podemos decir que hay turismo en Angola y desde luego yo  no me puedo contar en esa categoria, y angolanos pudientes comparten risas, copas y sobornos en un ambiente relajado, exclusivo y excluyente que evita que desde esa altura se perciban los deteriorados bloques de pisos con los que únicamente comparten acera y barrio unos metros por debajo suyo. Viviendas que tienen ventanas con los cristales rotos, de puertas inexistentes con jambas rotas que permiten ver el interior de las casas, con habitaciones oscuras donde no llega la luz y las paredes rezuman humedad en unos hogares sin agua, en los que sus habitantes, gente pobre y sin recursos hacen fuegos en medio de las estancias que lo mismo les sirve para calentarse que para poner a hervir un puchero con agua y unas verduras y con portales llenos de gente más pobre aún.
Pero que no haya edificios interesantes no quiere decir que no se pueda rescatar alguno en especial. Si no por su belleza y armonía si por su gigantismo y fealdad y es curioso como esos dos adjetivos suelen ir juntos cuando nos referimos a la arquitectura.
El edificio del parlamento nacional de Angola, esta claro que no ha sido construido intentando encontrar su proporción aurea, tampoco para pasar desapercibido y ni siquiera ha sido construido como un edificio eminentemente funcional y discreto. Se levanta sobre una colina ajardinada con vistas al mar y empequeñece al resto de los edificios de su entorno. Todo en este parlamento, el edificio parlamentario mas grande de África y seguramente uno de los mas grande del mundo, es absurdamente gigantesco, feo y faraónico. Es un edificio colosal todo pintado de rosa oscuro casi granate, recorrida su fachada por altas columnas de mármol blanco que hacen juego con la gran escalinata también de mármol blanco que da acceso a una primera planta que se abre en un gran cuerpo central semicircular donde está la sala de plenos y los asientos para los cuatrocientos y pico diputados que componen el cuerpo legislativo angolano y que se extiende hacia ambos lados con dos alas repletas de ventanas que se corresponden con los despachos de los diputados. Encima del cuerpo central se levantan tres niveles superpuestos, todos pintados de rosa y blanco que se ven cerrados por una inmensa cúpula también rosa y que esta coronada con un cimborrio blanco. El palacio, está rodeado de mástiles pintados de blanco donde ondean grandes banderas Angolanas y está cercado por una valla pintada del mismo color rosa. EL edificio destaca sobre toda la zona como una mosca en un pastel de merengue.

 
La temporada seca, cacimbo en el portugués de Angola, está llegando a su fin y ahora llueve casi todos los días, aunque quizás sería más correcto decir noches. Llueve sobre las calles de Luanda una lluvia fina, ligera, casi imperceptible y que aquí llaman sereno y provoca que haya una elevada humedad que junto al calor siempre imperante hace que salir a la calle sea para mí, feliz habitante de un clima caluroso pero seco, la opción menos apetecible. La calle esta empapada y la lluvia no permite distinguir los pequeños arroyuelos de agua sucia que normalmente corren paralelos a las aceras. Es curioso pero siempre hay agua corriendo por las calles y aceras de Luanda, pequeños o no tan pequeños  ríos de agua de un color grisáceo, casi enfermizo y que va a morir por lo menos en nuestra calle, treinta metros más abajo de nuestra casa, justo al comienzo del barrio de chabolas en medio de un gran charco que se encuentra en mitad de la calle de tierra que separa ambos mundos y que hace que la parte sin asfaltar de la calle sea siempre un barrizal y la asfaltada siempre tenga una capa de polvo y de barro encima. Reconozco que para evitar el aburrimiento y como curiosidad he estado intentando descubrir durante 3 semanas de donde sale el pequeño rio que discurre frente a la casa, cuál es su nacimiento y me he dado por vencido. He remontado el riachuelo hasta el momento en que aparece en nuestra calle y es casi seguro que su nacimiento es el viejo edificio de pisos de comienzo de la calle, imagino que de alguna rotura en sus bajantes, pero no lo sé seguro, he visto que ahí está su origen,  que el agua sale de su valla, pero por lo que he podido ver, me he asomado al patio del bloque y seguido el recorrido del agua con la vista, el riachuelo viene atravesando los bajos del bloque, corriendo pegado a la mediana desde más lejos y al final se pierde en un recodo del bloque al fondo del patio. De todos modos, también me he fijado en que justo donde el agua aparece en nuestra calle hay un agujero en el asfalto, uno de muchos, por donde asoma una tubería rota, con lo que aún hace más difícil saber cuál es su verdadero origen. Luego una vez que desemboca en nuestra calle, como si fueran afluentes, recibe los generosos aportes de todas las casas que hay a lo largo de la misma; de la gente que lava sus patios y hace que el agua salga a la calle por un pequeño agujero hecho en el muro, del riego automático que mantiene inmaculadamente verde el pequeño jardín del Bambú, el spa y salón de masajes del barrio, de los coches que se lavan a mano en la calle y curiosamente en sentido inverso de la fuente publica que proporciona agua potable al barrio chabolista. Siempre hay gente en estas fuentes, normalmente mujeres y niños, esperando su turno para rellenar los cubos y garrafas con agua potable. Cubos y garrafas que extrañamente son todos de color amarillo y mientras esperan su turno las mujeres charlan y ríen y los críos juegan despreocupados corriendo de un lugar a otro.
Lo peor de la lluvia es que ha removido la pátina de suciedad que normalmente cubre la calle y ahora la calzada es una sopa resbaladiza de color marrón, en la que se entremezcla tierra, restos de comida, papeles, aceites de los coches, basura y que da a la calle un aspecto aún más deprimente del que tiene normalmente. Pese a eso, la gente sigue calzando y caminando con sus chanclas sin importarles meter los pies en los charcos.


Estamos parados en medio de un atasco, justo encima de un pequeño puente que en algún momento sirvió para salvar un pequeño riachuelo pero que ahora solo sirve para que los vecinos tiren la basura al cauce seco del rio y en el que juegan un montón de críos.  Miro por la ventana del coche, el barrio por el que pasamos es indistinguible de cualquier otro barrio del extrarradio de Luanda, aceras inexistentes o destrozadas, donde los árboles crecen en cualquier dirección, edificios de tres o cuatro plantas con las fachadas de cristal opaco que en su interior albergan hoteles baratos o gimnasios, humildes casas bajas de ladrillo de la época colonial con tejados a dos aguas, que se mezclan sin orden con chabolas hechas de adobe y techos de uralita. Hay un batiburrillo de negocios, tiendas de alimentos, de electrodomésticos, de recambios de automóviles, de vestidos de novia, con los escaparates en la segunda planta, locutorios y cibercafés repletos de adolescentes. No faltan los riachuelos de agua sucia corriendo por la calle. La calzada está repleta de vendedores callejeros de móviles, de periódicos, de gafas, de joyas, de comida que venden su mercancía entre los coches. Hay también carretilleros sentados en las aceras junto a sus carretillas construidas por ellos mismos con madera y un neumático viejo de coche esperando que alguien les contrate, niños jugando a la salida del colegio, mujeres haciendo la compra que llevan en una bolsa colocada elegantemente encima de su cabeza mientras que a la espalda en un hatillo llevan a su bebe, vendedores de comida que se prepara directamente en un fuego sobre la acera. 

A nuestro lado una imponente motocicleta de la policía intenta abrir paso a un potente todoterreno oscuro, con las lunas tintadas que pertenece al gobierno. Con envidia vemos como el coche avanza hasta perderse atasco adelante. Lentamente avanzamos y poco a poco dejamos atrás la ciudad hasta que por fin llegamos a nuestro destino, la carretera que lleva al sur y que conduce a la reserva de Quissama y al pequeño pueblo turístico de Cabo Ledo. 

 
Pero no nos dirigimos a ninguno de esos pequeños oasis, sino que nos quedamos bastantes kilómetros antes, justo al llegar al embarcadero que lleva a Cabo Ledo, dejamos la carretera y tras una pequeña vuelta por el aparcamiento buscando sitio, aparcamos el coche. Nos dirigimos al pequeño museo de la esclavitud. El museo es gratuito y al ser viernes, está lleno de excursiones escolares. En Angola los viernes son los días que los colegios aprovechan para hacer excursiones y visitas a los museos. Los pequeños están más preocupados de jugar entre ellos que de atender a las indicaciones de los profesores que les piden inútilmente que vuelvan a la fila y que se comporten bien. Subimos por una escalinata con tres tramas de escaleras hasta el pequeño edificio de dos plantas y de color blanco conocido como la “Capela da Casa Grande” Capilla de la Casa Grande y que sirve de sede al museo. Aquí eran bautizados los esclavos antes de emprender su largo y triste viaje hacia el otro lado del Atlántico. A ambos lados de la puerta, hay unos cañones portugueses pertenecientes al rio Felipe III de España, una pila bautismal y unos grandes calderos donde el esclavista dueño del recinto se bañaba, mientras disfrutaba de la vista de la bahía. Entramos al museo, justo a la vez que un grupo de unos treinta niños, ahora si todos en silencio y atentos a las explicaciones de su profesora. En las vitrinas, hay reproducciones de los barcos que conducían a los esclavos desde África a los mercados europeos y a las plantaciones de toda América. También hay grilletes y cadenas con los que los esclavos eran atados para evitar su huida. Leo los paneles donde explican cómo los portugueses compraban esas personas a los reyes de los pequeños reinos del interior de Angola y los conducían por el rio Kwanza hasta la costa. Me entero que mas de 14 millones de personas salieron a la fuerza de Angola, con destino a Lisboa, Massachussets, Bahía o Lima. Soy el único blanco que hay en ese momento en el museo y quizás por ello siento el peso de ese crimen sobre mi conciencia, y por unos instantes siento vergüenza y vuelvo a ser consciente de mis privilegios y que de algún modo mi riqueza, mi bienestar y mi forma de vida tuvieron aquí su origen y de alguna forma me siento culpable. 

Estos sentimientos me llevan a recordar otro lugar donde sentí lo mismo. Me acuerdo de la visita a la zona de Chincha en el Perú, concretamente a la hacienda San José, una antigua hacienda esclavista y como en los sótanos de techo bajo, que imposibilitaban que una persona de estatura normal pudiese estar de pie, aún estaban incrustadas en la pared las argollas, donde ataban a los esclavos que eran llevados a la hacienda recién desembarcados en las playas por medio de túneles para evitar que esos desgraciados pudieran orientarse y hacer así más difícil su huida. Mi mente es un torbellino, se me cruzan también las imágenes de los quilombos que visitamos en Brasil, esas tierras liberadas, donde los esclavos huidos, encontraban refugio y ya libres poder ser dueños de su propio destino. Siento como si se cerrase un circulo. Miro a mi alrededor, y me pregunto que pensaran esos niños que están tomando apuntes de lo que les cuenta su maestra, que imágenes se les cruzaran por su cabeza y puedo comprender el motivo por el cual algunos niños pequeños cuando te cruzas con ellos te miran con cara de miedo.









nuestra calle

La foto que abre el relato, no es mia por lo que si alguien reconoce derechos de autor, la retiro sin problemas

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