LUANDA (II)




Empezamos el descenso hacia el aeropuerto 4 de Febreiro cuando en el horizonte comienza a clarear. Afortunadamente el cielo está despejado y a diferencia de otras veces no preveo ningún tipo de contratiempo en el aterrizaje. Según descendemos la inmensidad de Luanda se extiende ante mis ojos. Como muchas otras ciudades alrededor del globo ha sido victima de un crecimiento desmesurado, desorganizado e inasumible de su población y en pocos años ha pasado de ser una ciudad de poco más de un millón de habitantes a ser una mega urbe donde luchan por sobrevivir más de diez millones de personas. ¿Las causas? Una cruenta guerra de independencia que se entremezclaba con una interminable y agotadora guerra civil, la falta de oportunidades en el interior del país, el efecto llamada, la falsa sensación de seguridad de las ciudades sobe la sensación de desamparo que representa el campo. Aunque, en realidad ¿Quién sabe?.
El avión de Air France, casi esta tocando tierra y me fijo en las chabolas tan cercanas a la pista, no nos separan más de 20 metros, que si fuera posible sacar la mano por la ventanilla de la nave da la sensación de que podría tocarlas con los dedos. Son casas bajas, hechas en adobe, sin ventanas y de una sola puerta por donde escapa un débil hilo de luz, algunas quizás las que pertenecen a los más pudientes de entre los desheredados tienen un pequeño patio delantero, donde corretea alguna gallina y en el que hay un puchero puesto al fuego. El avión recorre toda la pista mientras frena y poco después de estar detenido, se abren las puertas y empezamos a descender al pequeño autobús, jardineras se llaman, que nos acercara al terminal para realizar el trámite de inmigración.
Nunca es fácil ni agradable, por lo menos para mí, un trámite de este tipo y Angola en este aspecto no es la excepción. Nada más entrar en el edificio te encuentras con que lo primero es que hay que parar en el puesto médico donde debo enseñar mi pasaporte de vacunas, en el que  esta reflejado que estoy vacunado contra la fiebre amarilla y otro par de enfermedades tropicales, el oficial lo mira, me devuelve el pequeño documento amarillo y me hace un gesto, avanzo un poco y me coloco al final de la larga cola que se ha formado bajo la única garita de las diez existentes que atiende a las personas que no son ni angolanas ni, pertenecen a la asociación de países lusófonos de África. La cola avanza despacio, pero por fin llega mi turno así que ante un gesto del policía me acerco al mostrador y le tiendo mi pasaporte. Lo mira detenidamente, busca la hoja con el visado y teclea algo en su ordenador, tras ello me indica que me quite las gafas y que separándome del mostrador me coloque sobre una raya que hay pintada en el suelo y que mire a la cámara para que me hagan la foto que se incorporará imagino a mi ficha de inmigración. Tras ello, pone un sello en una hoja del pasaporte y me permite la entrada a Angola, así que me dirijo a la cinta y espero hasta recoger mi equipaje. Poco después cruzo la puerta automática y salgo a la pequeña sala de espera que conforma la terminal internacional del aeropuerto. Allí me esta esperando A. Nos besamos, nos sonreímos, nos abrazamos y nos volvemos a besar. Después me presenta a N, logísta y conductor y juntos nos subimos a la camioneta. Una vez que salimos de la zona aeroportuaria que está marcada por un pequeño arco que cruza la calle y que te da la bienvenida a Angola en varios idiomas, termina toda la modernidad de esta zona de Luanda y casi de Luanda en general.
La imagen de la ciudad es la misma que la última vez que pase por aquí, los mismos edificios a medio terminar, que a estas alturas esta claro que nunca se terminaran, los mismos bloques de viviendas de diez u once plantas de altura, con balcones corridos, de fachadas desvencijadas y descoloridas que les dan un aspecto deprimente, impresión  que es aumentada por la maraña de cables que salen del interior de los distintos pisos para ir hasta la farolas o a los postes del tendido eléctrico y que proporcionan de esta forma electricidad a las casas y por los aparatos de aire acondicionado que gotean incesantemente sobre la calle y los peatones. Avanzamos lentamente por las atascadas calles y los recuerdos de anteriores visitas acuden de nuevo a mi al mirar por la ventanilla del coche. Basuras amontonadas en las esquinas donde los perros rebuscan quien sabe que, calzadas llenas de baches, aceras destrozadas, vendedoras de plátanos fritos que cocinan en unos infernillos colocados en el suelo, descampados de tierra roja llenos de basura. Las calles están llenas de gente; gente camino de su trabajo, gente sin trabajo, paseantes, discapacitados, tullidos, locos, gente que habla, que ríe, hombres, mujeres, niños, pero con la particularidad de que todos ellos son jóvenes, no ves gente de mucha edad en Angola. En la calzada, se cruzan gigantescos todoterrenos con frágiles motocicletas, marcas de lujo europeas con pequeños utilitarios japoneses y siempre los omnipresentes candongeuiros, los pequeños, viejos y destartalados microbuses azules y blancos y que pertenecientes a empresas privadas son el único transporte público de esta ciudad. Nada en esta ciudad cuadra con la imagen que debería tener la ciudad con los precios más desorbitados del planeta, pero la realidad es tozuda y Luanda ha sido nombrada nuevamente la ciudad más cara del mundo por encima de cualquier ciudad europea, americana o asiática que puedas imaginar. Ante mis ojos pasan colegiales en uniforme que ríen una vez han terminado sus clases, veo nuevos edificios de diseño atrevido con sus fachadas de un blanco inmaculado o pintadas de vivos colores que albergan en su interior zonas comerciales y centros de negocios que comparten espacio con pequeños talleres donde vender neumáticos recauchutados y tiendas de fotocopias. Pasamos por un cruce donde un policía gesticula intentando inútilmente organizar el tráfico. Me llama poderosamente la atención la imagen de sus manos enguantadas en blanco. Se me asemeja a un atisbo de orden dentro del caos.
Después de tomar una rotonda, y un giro a la izquierda, llegamos a la calle donde A. tiene la casa y que desde ahora será mi casa también. Es una calle de clase media, en un barrio de clase media. Me fijo en los comercios, en la esquina hay una tienda que vende disfraces y artículos para fiestas infantiles, frente a ella un economato militar, un poco más abajo una peluquería y un spa uno frente al otro y que más tarde descubriré pertenecen al mismo dueño. El edificio principal de la calle es un edificio blanco, piramidal de unas seis plantas que es la sede de una de las principales constructoras angolanas, el resto de las casas son casas bien construidas de dos o tres plantas, con antena parabólica en el techo, y un pequeño jardín que esta cerrado por altos muros coronados por alambre de espino, que evitan que se pueda observar el interior. Todas las casas y la nuestra no es una excepción tienen el seguranza  de rigor sentado en una silla delante de la puerta vigilando, y haciendo funciones de prevención. Pared con pared de nuestra tapia hay un taller mecánico y de lavado de coches. Enfrente justo de la casa están los restos abandonados de dos quads quemados. Mirando los restos achatarrados observo por primera vez el riachuelo de agua sucia que hace un pequeño encharcamiento bajo lo que una vez fueron las ruedas, y ahora no son más que hierros abrasados.  Un poco más adelante a unos escasos 25 metros del muro de nuestra casa termina el barrio de clase media y comienza el inmenso barrio de chabolas.





Desde la llha, Luanda tiene un cierto aire manhataniano, con sus altos rascacielos iluminados con neones de colores y sus luces parpadeantes que se reflejan en las oscuras aguas de la bahía y que recortan contra las fachadas de los edificios las siluetas de los barcos cargueros atracados en el muelle, dándoles a estas moles inmensas de acero un falso aire liviano y fantasmal.
La llha es una lengua de tierra de unos cuatro kilómetros de largo y no más de 700 metros de ancho que cierra la bahía de Luanda por el oeste. Esta recorrida en su totalidad por una carretera que la divide en dos. En su lado interno, el que mira hacia Luanda y la bahía es una zona más popular. Aparte del club de yates de Luanda, del cuartel general de la armada angolana, y de los restos de lo que una vez fue un pequeño parque de atracciones toda el espacio está abarrotado de casas de como mucho dos plantas, de tiendas de todo tipo y de pequeños restaurantes que lucen nombres como Churrasqueria “A Teimosa” , “Piri Piri da ilha” o “A Quinta de la tía Guida”, escritos en pequeños letreros pegados  a la pared. Son locales populares y de precios accesibles y sobre todo y lo más importante donde se come muy bien.  
Así en la " A Quinta" nada más cruzar la puerta, te encuentras con un patio cubierto por uralita y planchas onduladas de plástico de colores, es un patio con suelo de tierra apisonada, y en el que hay diseminadas algunas mesas de plástico cubiertas por hules también de colores, con sus sillas también de plástico, blancas o con el logo de alguna marca de cerveza, y en el cual desde un rincón elevado una televisión emite telenovelas brasileñas, y es en este patio donde incluso antes aún de haberte sentado en alguna de las mesas un hombre que parece el gemelo del exfutbolista del Madrid Karembe y vestido de manera tradicional, camisa de una pieza y una falda larga ambas de vivos colores y decoradas con motivos africanos, y después de saludarte te ofrece en una bandeja los distintos pescados del día, carapaue o jurel, lubinas, chicharros… y tú debes elegir cual es el que te apetece que te cocinen. Una vez seleccionados los pescados el hombre desaparece en dirección hacia las cocinas. Es entonces cuando te sientas en una mesa y te dan la carta. En ella puedes elegir algunos entrantes como almejas, que estaban riquísimas, gambas, berberechos, solo se me ocurre la palabra exquisitos, pulpo, ensaladas y los vinos, sobre todo Douro, y Vinhos verdes  portugueses o cerveza, nacionales o de importación para ir abriendo el apetito mientras en la cocina te hacen el pescado elegido a la brasa. Es también en este momento cuando eliges la guarnición con la que quieres acompañar el pescado; verduras de diversos tipos, champiñones o patatas y también las salsas con que lo vas a acompañar. Esto último y para mí es un verdadero crimen ya que el pescado te lo dan en su punto justo y no necesita ningún o acompañante para disfrutar de su sabor. La única excepción quizás pueda ser un poco de Piri-Piri, la picante salsa que siempre está disponible en todas las mesas de cualquier restaurante angolano.  ¿Su público? De lo más normal y diverso. Angolanos de clase media, portugueses que llevan aquí toda la vida, y gente sin pretensiones pero que disfruta comiendo un buen pescado.
Pero es cruzar los dos carriles de la calle para dirigirse al lado que dar al mar abierto y el panorama cambia totalmente. No hay casas bajas, solo algún hotel de lujo, ni ningún tipo de tienda, Solo amplias y extensas playas, grupos de palmeras, el sonido de las olas y algunos garitos con nombres como Look All, Macau, Caribe o el Café del Mar, son lugares de lujo y exclusivos, con largas fachadas cubiertas en madera, o materiales nobles, y delante de las cuales hay aparcados todoterreno de lujo. Son lugares en los cuales nada más entrar el jefe de sala, normalmente una angolana de tipo y belleza deslumbrante, te atiende y siguiendo tus indicaciones te asigna una mesa en la inmensa terraza con suelo de tarima de madera y cubierta por toldos retractiles de suaves colores para proteger a los comensales del sol. Las mesas de madera están cubiertas con manteles de tela, y las sillas igualmente de madera comparten espacio con cómodos sillones y macetas con plantas tropicales. Todo esto, la sombra, los colores, las plantas junto a la brisa del mar proporcionan una sensación de frescor muy de agradecer en el verano angolano. Igualmente te asigna un camarero que estará atento a tu más mínimo gesto. Son lugares que funcionan como restaurantes por el día y club de copas por la noche, con acceso a playas donde europeas en biquini toman el sol y que no tienen nada más que levantar la mano para que un solicito camarero acuda a atenderles. Trabajadores de multinacionales, funcionarios de organismos internacionales, altos cargos angolanos y sus familias, famosos locales todos guapos y de sonrisas deslumbrantes, tiene aquí su refugio. La brisa del mar refresca y puedes disfrutar de una cerveza helada mientras te relajas oyendo la suave música del chill out, que suena por los altavoces. En la carta puedes encontrar brochetas de camaroes, variedad de arroces con bogavantes, de sangrías blancas hechas de champagne, de cebiches, langostas preparadas de diversos tipos, mariscadas, ensaladas con frutas exóticas, filetes de 1 kilo de carne de buey, parrilladas inmensas, vinos y licores de todos los países del mundo, todo son recetas elaboradas e internacionales. Todo ello a precios mareantes. Eso sí, en la mesa no hay piri-piri. Unos metros más allá, invisibles, unos niños angolanos rien felices mientras se bañan desnudos en el mar.










Es más bien Luanda una ciudad violenta pero no, eso no es del todo cierto, no es una ciudad violenta al estilo de por ejemplo puede ser Rio de Janeiro, en la que acostado en la cama puedes oír los tiroteos de las favelas, lo que realmente es Luanda es una ciudad que produce inseguridad que no es lo mismo.  O por lo menos a mi me lo produce, esas calles oscuras o mal iluminadas, esas aceras rotas, esos grupos de jóvenes sin nada que hacer, el tráfico sin reglas, esas cucarachas de un tamaño tal que dudo que un gato europeo se atreviese con ellas, esas personas durmiendo en la calle, los continuos cortes en el suministro eléctrico. Quizás la inseguridad también pueda venir producida por la incomodidad que me ocasiona ver la colección de todoterrenos de lujo y superlujo que están aparcados a la salida de restaurantes, hoteles y edificios oficiales a la espera de sus propietarios y observar como de entre estos símbolos de prosperidad y riqueza aparece un hombre arrastrándose por el suelo, avanzado únicamente por el impulso que le proporcionan sus manos mientras sus piernas inútiles se arrastran tras él como la cola de un pescado.
Posiblemente sea Luanda la ciudad con los coches mas limpios del mundo, no hay bar, restaurante, garito o esquina de la calle que se precie donde no haya un grupo de cinco o seis personas, normalmente jóvenes con edades que no superan la veintena, que con unos cubos llenos de agua y unas bayetas de color indefinido y a cambio de unas pocas monedas,  no dejen los vehículos impolutos y brillantes. Mojan sus trapos en los cubos de agua y se dedican a la limpieza con esmero. Limpian los cristales, las gomas de los limpias, los dorados y cromados, los faros, las llantas, las ruedas, las luces traseras, las matrículas…. Cuando terminan, allí se quedan, charlando y riendo entre ellos mientras esperan que el dueño del coche se vaya y otro afortunado vaya al restaurante, aparque su coche y decida limpiarlo. Creo que esto una vez fue definido por cierto presidente de los EEUU como chorreo y lo defendió como un principio básico de redistribución de la riqueza. A mí, más bien lo que me produce es cierto desasosiego.
Mas aún que en otros lugares en Angola son los coches los verdaderos indicadores del nivel social de las personas, a más nivel, más grande es tu todoterreno y más cromados y lunas tintadas tiene. Además, el tener un todoterreno te da derecho a despreciar cualquier norma de circulación ya sea en la ciudad o en la carretera, haciendo que los escasos pasos de cebra existentes en la ciudad, sean poco menos que inútiles rayas pintadas en la cazada y los limites de velocidad o las prohibiciones de adelantar en las carreteras son extrañas señales de incomprensible significado. Como resultado, las carreteras Angolanas están llenas en sus cunetas de vehículos accidentados y esto también provoca cierta desazón a la hora de conducir.

En este país los ricos, los poderosos, las altas instancias del partido y del gobierno en última instancia los ganadores, son lo dueños de esos inmensos todoterrenos que indican su éxito social y son también una manera de conseguir la admiración de la gente,  pero a la vez estos autos son también la muestra de su debilidad, la señal que nos indica que todos ellos no son más que pájaros en una jaula de barrotes de oro, donde sólo se pueden mover de sus residencias convertidas en fortines a esos otros  lugares en los que sin miedo a que les desvalijen pueden mostrar su riqueza y poder, mientras aquellos que no tienen coche, que ocupan y viven en las aceras de la ciudad los pobres, los desheredados, los lisiados son los verdaderos dueños de la misma, libres de moverse por donde quieren, de andar por la noche sin miedo a que les puedan despojar  de lo que no tienen.

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