QUISSAMA II




Hemos llegado al segundo de nuestros destinos, una especie de reserva para europeos aficionados a la observación de aves, situado en la misma desembocadura del rio Kwanza. Un lugar con un cuidado sendero de grava  de donde como las ramas de un árbol salen pequeñas desviaciones que llevan a una decena de coquetas cabañas de madera en cuyas terrazas y al lado de sillas y tumbonas se amontonan potentes binoculares e impresionante cámaras de fotos dotados de gigantescos teleobjetivos que apuntan a la otra orilla del rio.

Avanzamos por el sendero entre un cuidado césped y preciosos parterres de flores cuando nuestro camino al edificio central del complejo se ve interrumpido por una inmensa cerda rosada  con manchas negras  que tumbada en medio de la grava amamanta a no menos de ocho pequeños lechones. Al acercarnos la cerda levanta la cabeza y gruñe, los cerditos ajenos a nuestra presencia siguen mamando. Decidimos por precaución salirnos del paseo y pese a los carteles prohibiendo pisar la hierba, es justo eso lo que hacemos.
El edificio central no es solo la recepción, sino también una tienda de recuerdos, que solo tiene el nombre, un espacio común y el restaurante. Es a este último lugar  a donde nos dirigimos para desayunar. El sitio aparte del consabido buffet, con huevos revueltos, salchichas, beicon, diversos embutidos, quesos frescos, zumos de frutas tropicales, café y té, tiene las paredes de madera completamente cubiertas con fotos donde orgullosos pescadores , todos ellos blancos, posan junto a sus ayudantes, todos ellos negros,  mostrando sus piezas capturada, todos ellos peces gigantescos. Tras llenar mi plato, huevos, salchichas y un poco de queso  y coger un café y un zumo, me dirijo a la gran terraza que da al rio y me siento en la mesa comunal junto con A., los alemanes y nuestro guía. Bromeamos con las fotos y contamos chistes sobre pescadores. Una pequeña lancha con dos hombres cruza el rio por delante nuestro a toda velocidad, a su paso unas aves levantan el vuelo desde la otra orilla. Una pequeña garza blanca, sigue posada en uno de los pilotes que forman el embarcadero.  J. el guía nos  comenta que el  lugar donde estamos está cogiendo fama entre los europeos y norteamericanos como un buen sitio para practicar la observación de aves. La verdad es que el sitio está perfectamente enclavado justo en la desembocadura de un gran rio, con la selva rodeándole y alejado de cualquier perturbación que impida el disfrute de la visión de los pájaros.





Tras subir a la barca, de plástico,  de color blanca, grande, que puede acoger sin problemas a una decena de personas aunque solo viajamos la mitad , con un potente motor y acomodarnos en nuestros asientos y cruzar navegando bajo el gran puente saludando con la mano  a los obreros que 30 metros más arriba  están repintando por la parte inferior el tablero del mismo y dejar a nuestra izquierda las ruinas de lo que alguna vez debió ser el edificio principal de una hacienda nos despedimos de lo que de alguna forma se puede entender como civilización y porque no de lo que llamamos realidad.  
 
De pronto las orillas se ven ocupadas por una muralla verde y marrón formada por centenares de arboles de todos los tamaños y tipos. Algunos de ellos intentan sobresalir sobre el resto de sus congéneres en altura, otros tienen grandes hojas, de algunos se desprenden lianas, gruesas como una maroma,  que llegan hasta el rio y por las que de vez en cuando descienden monos, pequeños y rojos,  para beber agua, otros tienen llamativas orquídeas en sus ramas. Nuestro horizonte visual de repente se ha visto limitado a las oscuras aguas del rio Kwanza, al nublado cielo angoleño y el verde oscuro, casi macilento de la arboleda. Solo el sonido de restos de ramas, de hojas, de restos de plantas, de nenúfares que arrastra el rio y que golpean la proa del barco en nuestra navegación nos hacen sentir que avanzamos.
De la selva, intrincada, oscura,  de aspecto poco amistoso nos llegan los gritos de los monos y los cantos de aves que no vemos. Un águila blanca levanta su pesado vuelo desde la rama donde estaba posada. Seguimos remontando el rio, el paisaje permanece inalterable, el mismo cielo encapotado, el mismo aire pegajoso, la misma agua oscura casi negra, los mismos arboles en ambas orillas en cualquier tonalidad de verde, el mismo meandro un poco más adelante,  y al adentrarnos en el no cambia nada, quizás solo el color de las flores que adornan  algún árbol.
Nos acercamos a una orilla, da igual a cual son indistinguibles en busca de cocodrilos. Desde la tierra nos llega un olor dulzón, a humedad, a moho,  a podredumbre y descomposición. Con una linterna J. ilumina los rincones más oscuros y recónditos debajo de las marañas de lianas y de ramas caídas en busca de un brillo, de un resplandor,  que delate los ojos de las bestias. Todos miramos expectantes, sin saber muy bien que tenemos que descubrir o ver pero no tenemos suerte. Parece que hoy los cocodrilos han decidido no venir a su cita con los turistas.

Reanudamos la marcha  y al poco sorprendentemente nos cruzamos con un pequeño bote de madera y en él hay un pescador de pie, manejando la barca con un largo palo. Nos hace un saludo con la mano, nosotros le saludamos también. Instantes después  tras un recodo del rio y en un claro de la selva junto a la orilla vemos tres chozas muy humildes, construidas con barro, al lado de una de las casitas hay un pequeño huerto medio oculto por la maleza  donde hozan un par de pequeños cerdos. Hay ropa tendida en el suelo puesta a secarse. Unos niños juegan en el centro de la minúscula aldea. Desde la barca vemos sus caras sonrientes. Es una visión que dura segundos. Mentiría si dijese que unas cuantas imágenes literarias y cinematográficas no acuden en este instante a mi mente pero ni pertenezco a la compañía, ni buscamos a Kurtz, ni este con la imagen de un sudoroso y clarividente Marlon Brando nos muestra el horror desde el fondo oscuro de su alma.








Lo único cierto es que la sensación de irrealidad se vuelve cada vez más real. Avanzamos pero  parecemos estar siempre situados en el mismo sitio. El rio avanza entre la selva retorciéndose como una serpiente. El cielo sigue cubierto de nubes negras que amenazan con dejar caer el diluvio sobre nosotros en cualquier instante. El agua tan oscura que simula ser casi solida,  parece querer llevar la  contraria a aquel filosofo de hace 2500 años con el que comparte adjetivo y aparenta ser siempre la misma, el aullido de los monos y el canto de las aves suenan exactamente igual que los que oímos hace 10, o puede que fueran 15 minutos, los arboles que pueblan las orillas son indistinguibles unos de otros y exactamente los mismos, incluso diría que se retuercen de la misma manera, que los que dejamos atrás en el ultimo meandro. Las flores aparecen siempre en los mismos arboles y a la misma altura. El monótono sonido de las ramas que arrastra el agua al chocar contra nuestra embarcación nos acompaña desde el mismo comienzo. Todos estamos en silencio. Sí se que avanzamos es porque la excursión dura dos horas y aún no hemos dado la vuelta.




Por fin, después de introducirnos por un recodo del rio, noto un cambio, y veo como  las plantas, las hojas, las ramas desprendidas de los arboles ahora avanzan en nuestra misma dirección. En un momento dado la selva se aclara y al fondo se ve una pequeña montana, al instante los arboles se vuelven a cerrar sobre las orillas. Pero es como si con ese claro algo se hubiese roto, y  el no espacio y el no lugar  en el que estábamos, comenzase a deshilacharse. De repente un pequeño felino aparece en la orilla, para desaparecer acto seguido entre los árboles. Un rayo de sol, se abre paso entre las nubes e incluso el sonido del motor de la embarcación parece que suena de forma diferente.





Veo como los alemanes, con sus rostros ocultos por gafas de sol, se han puesto sus gorros de explorador y se embadurnan los brazos con protector solar, mientras beben agua de las botellas que sacan de la nevera. Me acerco y cojo una cerveza. A. está sentada a mi lado, la miro su rostro que rezuma tranquilidad y paz, alargo la mano y cojo la suya, la aprieto con fuerza, me mira y sonríe.



Cruzamos de nuevo el pequeño poblado que ahora queda a nuestra derecha y para mi es una muestra de que la realidad esta ahí y de que casi hemos vuelto al aquí y ahora.  Minutos después, veo un gran camión cruzar por encima de las copas de los más altos arboles, lo que hace un rato hubiese sido una muestra más de estar en una realidad paralela, ahora solo es una señal de que el gran puente está cerca. Tras un último recodo el rio se abre y la selva retrocede y deja paso a una llanura despejada y es entonces cuando la realidad termina de imponerse definitivamente. Vemos de nuevo los edificios abandonados y volvemos a cruzar bajo el puente donde los obreros siguen colgados pintando. Cruzamos el embarcadero donde empezamos el viaje y llegamos hasta la cercana desembocadura, justo donde las oscuras aguas del rio se mezclan y disuelven con las azules aguas del atlántico en una orgia interminable que produce pequeñas olas de  espuma blanca.  Justo en el límite de ambos poderes hay una pequeña barca donde unos pescadores lanzan sus redes en busca de fortuna. Paremos el motor y nos quedamos unos minutos meciéndonos entre ambas aguas.   

Cuando volvemos al embarcadero es la hora de comer. En Angola se sigue la costumbre portuguesa y se come temprano, así que vamos derechos al restaurante. Mientras terminan de preparar el buffet para la comida A. y yo nos tomamos un par de cervezas mientras caminamos por el recinto, disfrutando del jardín y comentando sobre la gente que ocupa los pequeños bungalós.  Al final  terminamos echados en las tumbonas al lado de la piscina mirando como el cielo se va despejando y las negras nubes van dejando el espacio al limpio azul. Para comer elijo pescado y ensalada. No sé que pescado es, solo que lo han pescado en el rio y está exquisito. Comemos frente al estuario del rio. Comentamos el viaje en un batiburrillo imposible de inglés, portugués, español y alemán.




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