Estaciones III
Estambul. Turquía. Asia
La palabra es compenetración. Justo
en el momento en que empieza la suave música producida por tambores, tar y flautas
y con un ligero golpe de tobillo, el hombre inicia la danza. Despacio,
lentamente, sin acelerarse en ningún momento, el hombre comienza a girar sobre
sí mismo sin moverse del sitio, los brazos estirados en paralelo al suelo, una
de las palmas de la mano mira hacia el
techo, la otra hacia el suelo, la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha.
La música que se inspira en poemas de
siglos pasados, y pese a no ser estridente, inunda toda espacio de la nave. Una
gran sala de pulidos suelos de mármol, con columnas de hierro forjado que se
pierden en las oscuras alturas y con muros de ladrillo casi efímeros debido a las
cristaleras multicolores que se abren en los laterales. El lugar, una antigua
sala de espera de la estación, tiene todas sus luces apagadas, solo unos pequeños
focos iluminan de manera suave el espacio donde baila el hombre, centrando toda
la atención en él.
El derviche gira, acompasando sus
giros con la música, nunca va demasiado lento, ni demasiado rápido, tampoco hay
cambios de ritmo, ni del paso en el giro, el ritmo es constante, un golpe de
tobillo un giro, se podría decir que es monótonamente bello y subyugador. Todo sucede
bajo la atenta mirada de otros cinco hombres que al igual que el danzante visten
totalmente de blanco y que están situados en un círculo alrededor del hombre
peonza. Poco a poco, despacio, como si fluyesen hacia el monje danzante
original el resto de los hombres, comienzan también a danzar, deslizándose uno
lado del otro hasta formar un amplio círculo. En pocos momentos todos los
hombres giran sobre sí mismos, en la misma postura que el primero, girando
todos al mismo ritmo, en el mismo instante haciendo que los grandes faldones, que
ocultan sus piernas envueltas en pantalones también blancos, se eleven en cada
giro e intentando con su danza-ceremonia alcanzar el éxtasis y la unión con el
creador. A estos hombres se les conoce como los Mevleví y son monjes danzantes que practican una rama del sufismo,
esa doctrina algo heterodoxa del islam, que pregona la realización del acercamiento
a Allah por medio de la práctica.
En este caso ese acercamiento místico
se produce por medio de la danza, que con sus giros, asemeja el orden celestial
y el giro de los planetas alrededor del Sol y es conocida como samá. Y así, los hombres giran y en su ensimismamiento
se van alejando del mundo físico y acercando a Allah. En su introspección, el mundo exterior deja de existir y se
mente se vuelca en desentrañar y repetir los noventa y nueve
nombres conocidos de Allah, hasta
llega al centésimo, el más oculto y secreto solo accesible a los místicos y
estudiosos y que a su vez permite el acceso a la santidad y el paraíso.
La danza prosigue,
los hombres inmunes al posible mareo, siguen girando, y una nueva persona se
une al grupo. Es un danzante que en lugar de vestir totalmente de blanco como
los demás, viste todo de rojo, no solo eso sino que también es algo más mayor
que los otros bailarines. El hombre empieza sus giros en una esquina pero poco
a poco y lentamente se va situando en el centro del grupo. Pese a que el baile
del hombre es el mismo que el del resto de los bailarines, girar y girar sobre
si mismo, hay una sutil diferencia que no sabría explicar. Quizás sea que el
giro lo realiza con más fuerza, o que el vuelo de su faldón es más amplio, o quizás
que la posición de sus manos es más delicada, o quizás sus giros deprenden una
sensación de armonía mayor aún si cabe o contradicción de las contradicciones
siendo un baile más seguro, más firme que el del resto da sensación de una fragilidad
mayor.
Los diez o doce turistas que estamos
sentados en silla en un lateral del recinto observando el baile, somos abducidos
también por la danza. Nadie hace fotos ya, nadie comenta nada con su acompañante,
somos figuras silentes absorbiendo la espiritualidad que emana de esos hombres y
que nos la trasmiten por medio de su baile. Nuestros sentidos se ven saturados por
la delicada puesta en escena, por el suave sonido de las flautas, laudes y tambores
y el susurro que produce el calzado de los hombres al rozar con el suelo, por
el casi imperceptible aroma a incienso, por la penumbra que nos rodea, solo rota
por las pequeñas luces que iluminan únicamente a los danzantes. Nuestra mente solo
es capaz de seguir el hipnótico y obsesivo movimiento de los bailarines y hace
que también nosotros perdamos de vista la realidad. Siento que la gran ciudad
que nos rodea extramuros se aleja y deja también de existir. Dejan de llegarme los
ruidos de una ciudad que ha sido a lo largo de su historia capital de 3
imperios, una ciudad en la que viven millones de personas, una ciudad que se desparrama
inabarcable sobre dos continentes, una ciudad vibrante, caótica, viva. Con sus decenas
de puentes llenos de luces y restaurantes, sus torres medievales, con sus bazares
plenos de tiendas que ofrecen cualquier cantidad de productos inimaginables, con
sus mezquitas de afilados y altos minaretes, desde los cuales el almuédano llamo
a la oración cinco veces al día. Una ciudad que es la unión entre Oriente y
Occidente, que lucha entre la modernidad y tradición, que aúna religiosidad extrema y laicismo en el mismo
barrio, incluso en la misma calle. Todo eso ha dejado de existir. Solo existe
el enorme salón donde nos encontramos y los giróvagos sumidos en su inacabable búsqueda.
A la inversa de cómo
comenzó, los hombres poco a poco
comienzan a deslizarse del centro del espacio hacia los extremos de la zona de
baile, y al llegar a ese punto, con facilidad, sin trastabillarse, sin dudas
dejan de bailar y se quedan quietos en el punto elegido. Sus rostros no
muestran fatiga por el esfuerzo. Solo queda el hombre que comenzó el último, el
que va de rojo. Unos giros después, ¿Cuántos? pueden ser veinte o quizás cien, el también comienza a abandonar
el centro del rectángulo y se dirige con sus giros hacia un lateral. Al igual
que ocurre con sus compañeros, la transición del movimiento a la quietud se
hace de golpe pero no con brusquedad. Un momento antes estaba girando y ahora está parado, quieto, puede que volviendo a la
realidad. La música también decae, y al poco todo queda en silencio. Nadie produce
ningún sonido, es como si los monjes danzantes y sus absortos espectadores estuviésemos
volviendo todos juntos a la realidad
Hace rato que las luces se
encendieron e iluminaron toda la estancia, y que los monjes desaparecieron, el
silencio ha sido sustituido por el eco de los aplausos, por risas y exclamaciones,
por conversaciones en varios idiomas que se pierden por los rincones. Despacio,
aún embargados por la tranquilidad de los danzantes andamos hacia la salida,
cruzamos por delante de una puerta de madera, encima un gran cartel también de
madera tiene pintados en grandes letras negras “T. c. state railways administration office“. Andamos por elegantes pasillos
vacios y cruzamos andenes solitarios hasta salir de nuevo a la calle. Allí justo
frente a nosotros en medio de una isla de césped y rodeada de asfalto encima de
una gran bloque de cemento hay una vieja locomotora. No sé, puede que sea la
misma que arrastraba los lujosos vagones donde el genio Agatha Christie
hizo que el antipático detective Belga desentrañase un crimen, o puede que no ya
que el famoso Orient-Express partía de aquí. De la estación de Demiryolu en
pleno centro de Estambul hasta la lejana ciudad de Venecia.
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