MARTINS
Nasdrovia, repetimos todos
mientras entrechocamos los vasos, antes
de terminar de un trago con el chupito de licor casero al que nos han invitado los dueños de la casa
nada más llegar tal y como marca la tradición eslovaca.
Las 5 parejas, tres formadas por eslovaca-eslovaco, otra por eslovaca-peruano y la ultima por peruana -español, estamos sentados alrededor de la gran mesas
de madera, en el cenador de una cabaña perdida en medio de uno de los bosques
que cubren los montes que rodean la ciudad de Martins, cerca de la frontera
eslovaca polaca y la lluvia, fina, casi imperceptible hace que desde los
arboles que nos rodean llegue un aroma fresco a pino y madera.
La noche transcurre placida entre
botellas de vino y chupitos de un licor de cerezas que hace artesanalmente uno
de nuestros anfitriones. Para evitar que el alcohol se nos suba definitivamente
a la cabeza picamos un poco de un queso eslovaco que tiene una forma curiosa. Es
como si fuese espaguetis pero en lugar de llevar harina y huevo, está hecho únicamente con leche de vaca y además tiene la particularidad
que se puede deshilachar en pequeñas hebras.
La conversación según avanza la tarde y van cayendo las
botellas de vino se va animando, y es interrumpida cada vez más frecuentemente por grandes risotadas, chistes y
chascarrillos. O lo que yo imagino que son chistes y chascarrillos, ya que pese a nuestros intentos A. y yo sólo
conocemos 5 palabras de eslovaco, ya sabes - hola, cerveza, gracias, vino, sí-
así que realmente la mayoría de las veces, nos limitamos a unirnos a las risas
generales, chocar las copas con el resto de los presentes y a charlar entre nosotros. De vez en cuando
C., primo de A. y que vive en Eslovaquia desde hace lo menos 30 años, nos
traduce un chiste o un fragmento de la conversación, especialmente gracioso, para que también podamos ser participes de la
felicidad del grupo y no nos sintamos del todo excluidos.
M., nuestro anfitrión, abre otra botella de vino -aquí debo reconocer
que este hombre ha subido a lo más alto
de mi panteón de héroes, ya que ha construido y levantado la cabaña y el
cenador con sus propias manos. Dibujando los planos, cavando los cimientos, talando
los árboles, serrándolos en tablones, puliéndolos y cepillándolos, colocándolos
en su sitio… - y me hace un gesto. Le
acerco la copa y me la llena. ¿Quién dijo que el vino no acercaba a las
personas? miro alrededor de la mesa donde estamos sentados, observo los rostros
de las personas algunas de las cuales acabo de conocer, me fijo en sus gestos, siento en sus risas y pese a no entender el
idioma también en sus palabras como se va acentuando el efecto del alcohol. Me
sorprende especialmente una de las personas, un hombre que un par de horas
antes y mientras estábamos cenando, steak tartar y cervezas, en un bar
de moteros de la ciudad - matriculas en las paredes, bancos de madera,
reproducciones de indians y bustos
de Lenin y Stalin - rechazó tomarse un par de jarras de cerveza ya que acababa
de salir de una enfermedad coronaria y que ahora, se trasegaba chupito tras
chupito como si el vodka fuese bueno para el corazón y se lo hubiese mandado su
médico.
Tengo ganas de ir al baño, pero
debido a que la cabaña solo tiene un pozo negro, no todo es perfecto, y que por ese motivo el baño de la misma sólo
puede ser utilizado por las mujeres, debo hacerlo en el bosque, entre los árboles.
Así que me levanto de la mesa y con la linterna del móvil alumbrando para
evitar tropezarme en la oscuridad, me dirijo hacia algún punto del bosque lo
suficientemente discreto para mis labores. No me alejo mucho. Caigo en la
cuenta de lo oscuro que es un bosque en la noche. Me detengo junto a un abedul y debajo de un
abeto. Cae una ligera llovizna que apenas me moja. Hace años que no orinaba de
esta forma y hace que me sienta casi en comunión con la naturaleza o puede
también que la pequeña euforia sea efecto de la borrachera que comienzo a tener.
Desde donde estoy oigo las risas que vienen del cenador. Despacio para no tropezar
con las raíces de los arboles, regreso al grupo.
La conversación y las risas
parecen seguir en el mismo punto en la que la deje momentos antes. Se
abren más botellas de vino eslovaco, que se
vacían a la misma velocidad, igualmente
corre el licor de cerezas y el vodka, ¿o es la vodka?. También caen un par de riojas, que hemos llevado
como obsequio. Descubro que en la intimidad de sus casas, con sus amigos, en un
ambiente relajado los eslovacos son gente afable, risueña y divertida y son
algo menos secos y adustos de lo que parecen a la luz del día.
Lo que está claro es que para esta gente
una cosa es la libertad y otra el libertinaje y pese a que es viernes por la
noche y mañana no se madruga no deben ser más de las 11 de la noche cuando se da la fiesta por
finalizada. Nos despedimos de algunas de las personas con las que hemos
compartido noche y que pese a lo bebido tienen que regresar a la ciudad y nos
dirigimos hacia la cabaña para dormir, antes de entrar y siguiendo la costumbre
eslovaca debemos descalzarnos, dejando nuestro calzado a la entrada.
Amablemente nuestros anfitriones nos han cedido a A. y a mí su habitación. Un
detalle que, descubriremos luego, resulta ser un regalo envenenado. La habitación se encuentra en la parte superior de la cabaña, a la que se
asciende por una pequeña pero empinada escalerilla, también de madera. Ellos
dormirán en la sala que hay en la parte de abajo, delante del baño. Reconozco
que no recuerdo como me metí en la cama….
Me despierta una sensación
incomoda. Siento que la vejiga me va a explotar producto sin duda de la ingesta de vino unas horas antes. Miro
el reloj, son la una y cuarto de la madrugada, afino el oído y oigo como afuera
la lluvia sigue cayendo suavemente. No seas gilipollas, me digo a mi mismo, no
escuches la lluvia, si oyes el agua más ganas de ir al servicio te van a entrar
y ya sabes que debes salir al bosque. Intento abstraerme del sonido del agua y
volver a dormirme. Lo consigo a medias, paso la noche en una especie de
duermevela, despertándome varias veces más durante la noche y con la
incomodidad en mi costado cada vez más acuciante. A las cinco y media de la
mañana mi vejiga dice basta, o salgo a la calle o me lo hago encima y no es
plan de mojar la cama, que encima no es la mía, a mi edad. Una tenue luz entra por el
ventanuco permitiéndome adivinar dónde está la puerta. Despacio me levanto y abriendo la puerta, me
dirijo hacia la pequeña escalera. Intento no hacer mucho ruido para no
despertar a las personas que están durmiendo en las camas esparcidas por la otra
habitación, pero siguiendo esa desconocida ley que dice que mientras más
esfuerzos hagas por no hacer ruido más estruendo levantas, resulta imposible,
cada ligera pisada sobre el suelo de madera hace que crujan los tablones de una
manera que no pensaba que fuera posible y el descender por los peldaños de la escalera, hace que
cada uno de los 8 malditos escalones parezca una pequeña sinfonía de chirridos, rechinos y pequeños ruidos.
Pero lo que de verdad me
preocupa, lo verdaderamente importante es que la puerta de entrada y que da al
bosque no esté cerrada. Pongo mi mano en el pomo y afortunadamente cuando giro el picaporte la
puerta se abre e increíblemente sin casi hacer nada de ruido. Me calzo unas zapatillas, que sabiamente
están puestas a la entrada de la cabaña y me dirijo al bosque. Ha dejado de llover y
la hierba, las flores y el bosque desprenden un aroma a fresco que me
vivifican. Me sorprende la cantidad de luz que hay mediados de septiembre y a
unas horas tan tempraneras. No me alejo
apenas de la casa, total no hay nadie viéndome y en el fondo me da igual, y me
paro junto a unas flores ¿lilos? delante de unas setas blancas que se
convierten en objeto de mi puntería. Nada más terminar aprovecho, según dicen la mejor luz para hacer
fotos es a primera o a última hora del día, para hacer unas fotos de la cabaña y del
bosque ya que cuando llegamos ayer ya
había anochecido.
Cuando vuelvo a la cama ya sin
preocuparme del ruido, y como si estuviésemos sincronizados, es el turno de
A. de ir al baño, pero claro ella no tiene que salir al bosque. Oigo como,
siguiendo la desconocida ley, baja las
escaleras. Al rato la siento de nuevo como se mete en la cama. Nos
despertaremos un par de horas después oliendo el café y con los rumores de la
conversación que viene de la cocina.
Cuando nos sentamos a la mesa,
nos está esperando otro chupito de licor, esto ya no sé si es también tradición o que nuestros anfitriones
nos han calado. Además de más queso, hay café y
tostadas recién hechas que disfrutaremos con unas ricas mermeladas
caseras, compruebo aliviado que entre los platos no hay ningún revuelto de setas.
El característico sonido de un
pájaro carpintero nos despide mientras nos dirigimos al coche para comenzar
nuestra excursión.
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