MALATYA






 


Medio adormilado, no son las seis de la mañana y pese a eso hay mucha claridad, miro por la ventanilla del minibús las ultimas casas de la ciudad de Malatya, en el Kurdistán turco. Son casas de dos plantas construidas en ladrillo o con carambucos de fibrocemento, techos de tejas y con pequeños patios, donde crecen ralos árboles, en los bajos hay garajes y locales de venta de la delicia local, los orejones de melocotón.  Veo el cartel que anuncia el final del pueblo y antes de que pueda volver a dormirme, siento como la camioneta se para en medio de la nada. Vuelvo a mirar por la ventanilla. Ahora sí termino de despertarme.  Es un puesto de control del ejército turco. Cuatro todos terrenos obviamente de color caqui, una casamata, la bandera roja con la media luna menguante y la estrella en blanco ondeando en un mástil hecho con un palo alto y no muy recto y un par de decenas de soldados.

El oficial al mando habla con nuestro conductor, mientras ojea nuestros pasaportes y el salvoconducto que llevamos. La puerta se abre y sube un soldado que, tras mirarnos a todos, se sienta en el último asiento del pequeño autobús, el único que quedaba libre. El oficial nos permite seguir nuestro camino. El convoy se compone ahora de nuestros dos microbuses, un soldado en cada autobús y dos jeeps, uno abriendo el convoy el otro a la cola, cerrándolo. 

La carretera discurre entre villorrios y pequeños pueblos, en los que niños descalzos corren durante unos instantes a nuestro lado, mientras nos saludan con las manos. Es o me parece una zona árida, donde la vida no debe ser sencilla, pasamos delante de un pequeño burro que atado a una barra que le une a una noria está sacando agua de un pozo, observo como el agua se pierde por los canales camino de regar lo que sea que crezca aquí.
 
El pequeño convoy deja la carretera y se introduce en un camino de tierra apisonada, cosa que nuestros culos comienzan a notar en el mismo instante. La carretera comienza a serpentear y según vamos ganando en altitud, va cambiando el paisaje. El amarillento y seco suelo se comienza a llenar de verdes, producto de la hierba y flores, mientras que los escasos y chaparros arbustos van dando paso a altos y elegantes pinos y cedros. La ascensión se hace más pronunciada, y la carretera se va haciendo más empinada y más estrecha, y tras una curva a nuestra derecha se empieza a abrir un precipicio que termina unos cuantos cientos de metros más abajo, miro hacia el abismo y al fondo, muy al fondo, veo la carretera por la que acabamos de pasar.  

Por fin tras una ascensión que se me hizo larga y pesada y a mi trasero ni os cuento, llegamos a los 2120 metros de altura donde hay construido un aparcamiento y después de descender del coche, estiramos las piernas andando los últimos 30 metros que nos faltan para llegar a la cumbre del Monte Nemrut.  Y allí, nos encontramos con nuestro objetivo, los restos de la tumba del rey Antíoco I. La verdad es que impresiona este lugar, las gigantescas cabezas que representan dioses griegos, alineadas delante del túmulo que fue que la tumba de este rey, cuyo reino hacía de tapón entre la poderosa Roma y su secular enemigo el imperio Parto.

Pero lo que más me impresiono, no fueron las cabezas de Zeus, del mismo rey o de un águila, entre otras, sino que, al estar allí sentado, sobre una piedra milenaria, la vista se perdía en los confines de Asia, y podías ver a tus pies, no solo Turquía, sino incluso Irak e Irán y concretamente se distinguían claramente los ríos Éufrates y Tigris y con un poco de imaginación, podías imaginar cómo discurría a tus pies la historia de la humanidad. Saber que allí entre aquellos ríos, comenzó todo, los primeros reinos, las primeras escrituras, las primeras leyes me emocionó e impresionó más que las maravillas arquitectónicas que estaban a pocos metros a mi espalda,

Un revuelo a mis espaldas me saca de mis ensoñaciones.  Me vuelvo y me acerco al grupo que ha formado un corrillo. Resulta que, oh sorpresa, hay un equipo de la televisión local que quiere entrevistarnos para las noticias. Resulta que somos los primeros turistas que venimos a este lugar desde hace cinco años. A los anteriores, un grupo de italianos, los secuestro el ejército Kurdo de Liberación nacional (PKK) y les retuvieron durante tres años. Eso explica la presencia de los soldados en nuestro viaje. Me alejo y dejo que los compañeros que tienen buen nivel de inglés den la cara y tengan sus 15 minutos de fama.

Recién terminamos de comer cuando los soldados nos avisan de que debemos volver, no quieren que se haga de noche mientras viajamos. Aunque renuentes obedecemos, que remedio, y aprovechamos para hacernos las ultimas fotos y disfrutar del paisaje que a esa hora de la tarde el sol tiñe de un espectacular color amarillo. Por fin, montamos en el micro y comenzamos el regreso.
Nuestros conductores se han debido tomar muy en serio eso de volver de día a la ciudad, porque hacemos el descenso a toda velocidad, y en un par de curvas pienso que es una lástima haber llegado tan lejos para morir despeñado por un barranco que parece de esos por donde se despeñaba el coyote, inacabable, y tan profundo que tardarían tiempo en encontrar nuestros restos si es que llegaban a hacerlo.

Llegamos de nuevo al punto de control, nos paramos y nos despedimos de nuestro joven soldado, ofreciéndole la mano. Él la acepta y se despide así de los 6 que vamos en el microbús.

Más tarde sentados en la terraza de un bar, tomando un refresco y unos pistachos, no hay manera de conseguir nada de alcohol en esta zona, todos confesamos que tampoco es que hayamos estado muy tranquilos con la presencia de los soldados y que no he sido el único que ha pensado que era íbamos a morir en el descenso. Pedimos para cenar una pizza turca y de postre orejones y antes de las once de la noche estamos de vuelta en nuestro hotel.

la imagen esta sacada de : Foto: Zhengan en Wikimedia Commons

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