DONDO I (Angola)

Pese a ser domingo, nos hemos levantado temprano, Adri y yo vamos a acompañar al grupo a una actividad que van a realizar en la vecina ciudad de Dondo, distante unos ciento diez kilómetros de N’dalatando y capital de la vecina provincia de Kwanza Sur. Es aún de noche cuando desde la ventana del baño miro las colinas que rodean la ciudad y a las cuales la niebla y el humo que sale de las humildes casas que se extienden por la falda de las mismas les da cierta apariencia de fragilidad.

A la hora convenida vemos desde la ventana como la camioneta aparca delante de la casa. Salimos y nos introducimos en el vehículo. Dentro ya están Pedro, Wilsa que son los encargados de dar el taller y Johnny nuestro conductor. Saludamos y tras atarnos el cinturón de seguridad nos ponemos en marcha. Pese a lo temprano de la hora las calles de N’dalatando están llenas de gente y los negocios a pie de calle; colmados, talleres de recauchutados, sastrerías y peluquerías están comenzando a abrir.  Salimos a la carretera general, la que lleva a Luanda. Me sorprendo un poco, ya que la recordaba en mejor estado de lo que está. Me sonaba una carretera bien asfaltada, con amplios arcenes y la realidad es que es una carretera de firme irregular y llena de baches. 

Nos paramos para tomar un café y comprar alguna tontería para deayunar en la gasolinera que hay poco después del gran arco que da la bienvenida a la ciudad a los viajeros que vienen desde Luanda. Con mi café en la mano salgo del pequeño edificio a mirar el espectáculo. Si hay pocas dudas que los atardeceres de Madrid son de los mejores del mundo, tampoco se puede discutir que los amaneceres de África y concretamente el amanecer que estoy contemplando merece la misma distinción. El sol comienza a asomar por encima de la selva que nos rodea y el cielo se llena con lenguas y jirones de un sinfín de amarillos y rojos en todos sus matices haciendo que parezca que el bosque está ardiendo. Incluso los pájaros parecen reaccionar y llenan con sus cantos todo el aire.

Poco después tomamos un desvío a la izquierda y dejando la carretera principal cogemos una secundaria que nos llevará directamente a Dondo. El viaje transcurre en silencio y voy viendo el paisaje. La carretera discurre entre la foresta y compruebo como la temporada seca, el cazimbo, está quedando atrás. El arbolado seco, marrón y algo deprimente que había hace 15 días está dando paso a un festival de verdes, de brotes que afloran de la tierra, de flores que llenan cada metro de vida. De vez en cuando vemos pequeños claros en la selva que se han transformado en pequeños huertos y donde siempre hay una persona trabajando. Pasamos por delante de minúsculos poblados formados por cinco o seis cabañas hechas de madera y cañas en los que las mujeres están batiendo yuca en sus morteros tradicionales y los niños corren apresurados camino del colegio.  Vemos tablones colocados cerca de la carretera llenos de papayas, mangos, plátanos y piñas que los agricultores confían en vender a los viajeros.

La carretera poco a poco se va elevando siguiendo el perfil del suelo y según ascendemos vuelve aparecer la niebla que se va haciendo más y más densa. Los jirones de niebla se enredan en las ramas y lianas haciendo que todas las formas y volúmenes se difuminen bajo su color lechoso. Reducimos la velocidad y circulamos muy despacio ya que no vemos más allá del morro del coche. Debido a la niebla y a la altura la temperatura ha bajado e incluso dentro del coche sentimos algo de frio. Tras un repecho la niebla se disipa un poco y vemos como la carretera comienza a descender. Según descendemos y se aclara la niebla vamos cogiendo velocidad de nuevo y el paisaje se va aclarando ante nuestros ojos. Al final se impone la luminosa claridad del sol africano en un cielo sin nubes y no solo es la niebla la que desaparece, sino que pareciese que no pudiese existir la una sin la otra y la selva también lo hace dejando paso a la sabana.

Avanzamos ahora deprisa por el llano con la sola compañía del rio Lambaca que discurre plácidamente a nuestra derecha. Es un rio ancho y caudaloso al que tributa el rio Kwanza. Entre risas le explicamos a Wilsa que son los afluentes, aunque ella tozuda no acaba de creérselo. Vemos pequeños incendios aquí y allá provocados por los agricultores para conseguir algo de terreno cultivable y al fondo del todo una cadena montañosa. La carretera tiene un firme irregular y lleno de baches. A sus lados los inevitables restos de camiones calcinados, cajas reventadas y herrumbrosos esqueletos de coche estrellados, hasta ahora hemos visto más de estos pecios terrestres que vehículos circulando. Nos cruzamos con un hombre que, con una carretilla llena de tierra, una pala y un montón de esfuerzos intenta rellenar los baches. Su salario se lo proporcionan la buena voluntad de los viajeros. Tras parar y hablar unos minutos con él le damos un billete de 50 Kz.

Vemos a lo lejos un pueblo grande y según nos acercamos el coche se va llenando de un olor nauseabundo, o por lo menos a mí me lo parece. Al llegar vemos que hay mercadillo, y los puestos se extienden interminables a ambos lados de la carretera. La carretera se llena de gente que cruza de un lado a otro, que va de un puesto a otro. Circulamos despacio. El olor es cada vez más y más intenso. Al final consigo adivinar de dónde sale el olor. Es de un puesto que parece que está asando algún tipo de carne y que tiene delante una cola de potenciales clientes. Me fijo que a un lado del fuego tiene una pila de lo que desde la distancia parecen pequeños cuerpos humanos carbonizados, y cuando llegamos a su lado veo que en el fuego hay dos cuerpos más encima de las brasas. Pregunto a mis compañeros, aunque debo confesar que mi reacción fue un más pero qué coño es eso en lugar de oh mira una curiosidad antropológica. Me dicen que lo que está en el fuego y los cuerpos apilados son monos y que son un manjar exquisito, me consultan si quiero que paremos y nos acercamos a verlos más de cerca. Niego con la cabeza y seguimos nuestro camino.

Al poco abro la ventanilla para que el aire fresco, se lleve el olor a carne quemada y me recomponga un poco el estómago. A los laterales de la carretera de vez en cuando nos cruzamos con mujeres que sentadas detrás de sus puestecillos venden de todo y cuando digo de todo es de todo, desde legumbres y patatas a cervatillos aun palpitantes, gallinas sin cabeza y huevos de serpiente. También claro nos cruzamos con los enigmáticos caminantes que no pueden faltar en ninguna carretera Angolana.


 

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