New York II




 

Esta anocheciendo y es fácil llegar a Times Square incluso sin saber muy bien donde está. Solo tienes que seguir el resplandor que ilumina las calles. Según te vas acercando notas como la claridad se va incrementando. Al entrar en la plaza y aunque en el cielo no hay más que oscuridad, es como estar a plena luz del día. Un día artificial formado por el destello que emiten los cientos de anuncios luminosos, de leds y neones, que literalmente ocultan los edificios tras un muro de solida luminosidad. Es deslumbrante, es una sensación extraña, es como si te duchases en luz. Nos paramos debajo del letrero que constantemente está mostrando noticias y que se desplazan por las paredes del edificio. Más allá en un anuncio de tonalidades claras que ocupa la mitad de otro edificio la marca Nike anuncia el lanzamiento de su última novedad en calzado deportivo. Hay un reclamo del cuerpo de marines, buscando que te alistes. Hay decenas de anuncios luminosos más, desde cotizaciones bursátiles a anuncios de estrenos de películas y obras de teatro. Todo te incita a consumir, a comprar. La información entra por los ojos y se pega a tu cerebro. Después de estar un rato mirando algunos luminosos más, salimos de la plaza y nos dirigimos a nuestro verdadero destino, el cercano Club B.B. King, concretamente a la sala Lucille. La entrada es gratis. Ya en el bar un camarero vestido como si fuera el maestro de ceremonias de un cabaret, nos sirve unas cervezas que surgen de unos grifos en forma de saxo. Poco a poco la gente empieza a animarse, alguien de público se levanta e su silla pilla una guitarra eléctrica y se sube al escenario, otro le imita y coge un saxo, al dúo se une una mujer que toca el bajo. Pronto disfrutáramos de una improvisada jazz sessión memorable, la gente sale a la pista y comienza a bailar. Nosotros les imitamos, bailamos un buen rato, me acerco a la barra y pido dos cervezas más. Estamos a seis cuadras de nuestro hotel y la noche es joven….

 

 

Otro día, otro paseo. Ese podría ser nuestro lema. Paseamos sin rumbo por la ciudad y nos encontramos frente al conocido como “Flat building” o “Flatiron, building” o Fuller Buiding”, joder no está mal tres nombres para el mismo edificio. en un parquecillo donde todos los jueves se celebra un mercadillo de productos agroecológicos. Y hoy casualidades de la vida es jueves, así que consumidores concienciados que somos curioseamos tranquilamente entre los distintos puestecillos. Hay cervezas artesanas, quesos, frutas ecológicas y carnes de reses de buena crianza, todos ellos producidos, elaborados y distribuidos por productores locales. Compramos un frasco de sirope de arce, que en ese momento aún no sabemos qué uso le daremos y unas manzanas que nos comeremos en el transcurso del día. Nuestro paseo por las delicias que ofrecen las granjas del valle del rio Hudson se ve interrumpido por un estruendo. Los Neoyorquinos de a pie no parecen inmutarse, nosotros como buenos turistas nos acercamos a la calzada. Por la calle empiezan a desfilar personas de edades diversas y cualquier sexo vestidas de blanco y rojo. Miramos los carteles que llevan, intentando averiguar que reclaman.  Vemos que las personas pertenecen al grupo religioso o secta peligrosa, según a quien hagas caso, de los falun gong y protestan contra su persecución por parte del gobierno chino. A continuación, y sin interrupción, empiezan a desfilar y nunca mejor dicho, gente vestida de militar. Profusión de banderas con la barras y estrellas, diversidad de uniformes, la gente que participa saluda a los curiosos que nos apiñamos en la acera, Nos enteramos que hoy además de ser jueves de mercadillo es también el día del veterano, y cientos de ellos pasan ante nuestros ojos. Entre los participantes muchas sillas de ruedas, muchas muletas y muchas prótesis. El desfile termina tan sorpresivamente como comenzó. Vagabundeamos un poco más por las calles, de repente vemos una camioneta blanca con un ataúd en la caja. Una gran pancarta colgada de los laterales dice que el hombre va a buscar el cuerpo de su hijo muerto en Irak. Es la segunda vez que vemos algo así contando al que vimos en Boston. Es la continuación o el reverso de esas películas bélicas americanas que terminan en un cementerio de cuidado césped con una banda tocando algún himno y una guardia de honor disparando salvas mientras un general, entrega a la apesadumbrada pero entera esposa/madre/compañera o hija una bandera primorosamente doblada con una medalla encima. Pero no, la triste realidad de la guerra es un padre que solo en su camioneta va a buscar el cuerpo de su hijo para llevarlo de vuelta a casa.

 

Es nuestra tercera noche en la ciudad y de nuevo vamos al bar que se ha convertido en tan poco tiempo en  nuestro favorito, el sitio se llama “The Fence”, es un local situado en una esquina cerca del comienzo del barrio chino, no sabemos muy bien porque nos ha gustado, quizás sea por los conciertos, dos,  que hemos disfrutado desde nuestra primera vez, grupos de rock, sonido potente de guitarras y batería, quizás sea que la cerveza esta buena y no es cara, o el ambiente alegre, desenfadado y no demasiado juvenil, así que efectivamente no sabemos el motivo pero para hacernos aún más cómoda la estancia el camarero nos ve sentados y sin preguntarnos nos pone dos cervezas delante nuestro, en el que ya podemos decir que es nuestro sitio en la barra. El grupo que toca hoy no nos gusta especialmente así que tomamos un par de cervezas más y decidimos volver caminando al hotel. Hace buena noche pese a la ligera lluvia y andamos por unas calles tranquilas, de edificios de ladrillo con escaleras rematadas por barandillas que llevan hasta la acera. Entre dos edificios descubrimos un pequeño huerto urbano, lo miramos durante un instante intentando adivinar lo que hay plantado y después seguimos nuestro camino.

 

 

Nos introducimos en la parada de metro más cercana a nuestro hotel. Queremos ir a Brooklyn, al otro lado del famoso puente a ver a una amiga de Adri que vive allí. Es la primera vez que lo hacemos, coger el metro,  y nos da un poco de miedo, quien no ha oído historias de personas que han cogido el metro de Nueva York y han acabado en dios sabes dónde. Sabemos que tenemos que coger la línea ‘A’ que nos llevara directo a nuestro destino. Esperamos en el andén la llegada de nuestro tren, por delante nuestro pasan trenes exprés que solo paran en determinadas estaciones, trenes de otras líneas o con horarios y frecuencias extrañas, por ejemplo, solo funcionan de 8 a 11 o solo circulan los martes y los jueves. Por fin llega muestro metro y nos subimos a nuestro coche, recordar que en el metro al igual que en los trenes, las personas van en coche y los paquetes y animales van en vagones. Es metálico y pese al imaginario o quizás a la idea, equivocada a todas luces, que me había hecho yo, ni está lleno de pintadas, ni chirria en demasía, ni está demasiado sucio. Al cabo de unos 45 minutos llegamos a nuestro destino. Confieso que no tengo ni idea de donde estoy, al salir a la calle parece que nos hemos trasladado a otro país, no solo todos los carteles y todos los anuncios de los comercios están escritos en cirílico puede que sea ruso, búlgaro o similar, sino que la gente y las casas parecen de otra ciudad. Llegamos a la casa de nuestra amiga, Besos, abrazos y saludos. Después de un rato de charla y un café nos confirma que efectivamente el barrio tiene mucha emigración de los países del este. Un par de horas después nos despedimos y volvemos al centro de Manhattan, donde tenemos el hotel. Decidimos no hacer el trayecto de vuelta  igual que a la venida y nos bajamos en una parada anterior al icónico puente de Brooklyn y lo cruzamos andando. Un saxofonista toca una melodía, con lo rascacielos al fondo. Le escuchamos un rato y al terminar la interpretación ponemos unas monedas en su bolsa. La verdad es que solo Frank Sinatra cantando New York ahí mismo podría componer una estampa más neoyorquina que esta.

 


Al terminar de cruzar el puente bajamos hasta el rio y caminamos por la orilla. Lo surcan barcos turísticos, ferris y algunos yates. Pasamos delante de un gigantesco portaviones. No sabemos si es un barco museo o un barco en activo que esta anclado de visita en la ciudad. Me da igual miro la escalerilla que une el barco con el muelle esperando ver a Gene Kelly y Frank Sinatra cantando y bailando, disfrutando de su día en Nueva York.

 

Según informa un panel en la terminal de ferris con destino a State Island estamos en alerta naranja de riesgo terrorista, no tengo muy claro si eso es mucho o poco, pero la gente a nuestro alrededor sigue con su vida, indiferente al aviso. Esperamos asomados a un ventanal, al lado de las puertas que dan acceso al atracadero, mientras vemos como el barco se acerca despacio hasta el muelle. Tras un par de maniobras y por medio de unas grandes maromas que se sujetan a unos grandes norayes de madera atraca cerca de nosotros. Después y tras un profundo toque de sirena se abren las grandes puertas y del interior del barco salen despacio decenas de vehículos y presurosas, cientos de personas. No ha terminado de vaciarse el barco cuando los empleados abren las puertas de nuestro lado del terminal y accedemos al mismo. Subimos a la cubierta más alta y nos sentamos en los bancos al aire libre. Hace un día precioso, las gaviotas revolotean recortándose contra el cielo azul. Con un par de bramidos de motor y un toque de sirena el barco anuncia su partida. Hemos elegido este ferri porque es el que ofrece las mejores vistas de la estatua de la libertad y de la isla de Ellis, sin tener que coger alguno de los caros ferris turísticos. Efectivamente el viaje no defrauda, pasamos a los mismos pies de Miss Liberty, también tenemos una nítida visión de los barracones donde se hacinaban los emigrantes recién llegados a EEUU esperando que les diesen permiso para entrar en su nuevo país y cumplir su sueño. Te llamaras Vito Corleone dice el policía irlandés mientras anota el nombre en un papel que cuelga al cuello del pequeño y poco parlanchín niño italiano.

 

Nos hemos sentado en un coqueto restaurante del barrio italiano. Mantel a cuadros rojos y blancos, flores rojas en una jarrita en medio de la mesa, ventanas con visillos calados que nos permiten ver la calle, tranquila y llena de edificios cuyas fachadas están cruzadas por escaleras de incendios y banderolas italianas. Pedimos una botella de Chianti y unos espaguetis, lo acompañamos de pan de ajo y unas berenjenas. La verdad es que el llamado Litte Italy me defrauda un poco. Vale confieso que peliculero como soy, esperaba ver un barrio de mammas inmensas asomadas a la ventana llamando a sus hijos y de hombres misteriosos, envueltos en largos abrigos que ocultan un bulto sospechoso y con un sombrero calado hasta los ojos, parados en las esquinas mientras fuman y controlan la calle. Nada, niente, casi no se ve a gente por la calle y además el barrio salvo unos cuantos restaurantes y par de charcuterías donde venden esos salamis gigantes, ha sido totalmente invadido y devorado por el vecino y vibrante barrio chino. Después de comer paseamos tranquilamente entre restaurantes chinos en cuyas vitrinas vemos decenas de patos desplumados colgados de un gancho esperando para ser consumidos. A través de las ventanas, vemos como los cocineros se afanan incansables entre ollas, sartenes y woks. Vemos también un sin número de joyerías y comercios de electrónica. A diferencia de su vecino barrio las calles del barrio chino están llenas de gente y un tráfico incesante.

 


 

 

 

 

 

Nuestro hotel está situado justo enfrente del Madison Square Garden. Y cada vez que salimos del mismo vemos los anuncios luminosos tentándonos con el evento que se celebrará esa noche. También, es el lugar donde juegan los Knicks y esta noche hay partido, me acerco a las taquillas situadas frente a un luminoso donde se recorta la figura más mítica del baloncesto,el mejor que ha habido nunca. El mejor que jamás habrá” y miro los precios. Una entrada en lo más alto del gallinero con visión limitada cuesta unos 80 $. De ahí los precios escalan más allá de nuestras posibilidades. De más está decir que nos quedamos sin ver el partido de baloncesto. Pero paseando por la Quinta Avenida, nos damos de bruces con la tienda de la NBA, entramos. Les he prometido a los chicos del equipo llevarles alguna cosa. Miro las camisetas de los jugadores más legendarios. Las de Jordan, Magic, Kareen, Lebron están por encima de los 500 $, la de Gasol no baja de 200. Las camisetas a las que por precio tengo acceso, no me interesan, ¿Alguien conoce a algún fan de los Wizars o de los Pelicans?. Por lo demás hay de todo: calcetines, calzoncillos, pantalones, camisetas, cuberterías, juguetes. Todos con el nombre o el escudo de cualquiera de los equipos. No sé qué comprar. Lo pienso detenidamente. Joer son un regalo para mi cuñado y mis colegas que sólo jugamos la pachanga todos los sábados desde hace más de 20 años, pero últimamente cada vez nos cuesta más reunirnos, así que por fin me decido. Compro ocho vasitos de chupito con el logo de alguno de los equipos más famosos de la NBA, intentando recordar que equipo le gusta a cada uno. En total me gasto en el regalazo un total de 40 dólares. Creo que cumplo. A la vuelta serán convenientemente bautizados y usados.

 

Estamos en la zona cero, las obras del nuevo rascacielos que sustituirá a las malogradas torres gemelas avanzan con celeridad, miramos a través de las vallas que rodean y cierran toda la obra. Excavadoras, hormigoneras, camiones y un sinfín de otras máquinas junto con una nube de obreros trabajan sin descanso en medio de un ruido infernal, de máquinas excavando, cortando, picando, martillando. Nos acercamos al pequeño museo que recuerda a las víctimas del atentado y que está justo pegado a las obras, a la vuelta de una esquina. Nos cobran cinco dólares por entrar a unos pequeños barracones. Nada más entrar nos sentimos timados. Parece que es el viaje de timen a los turistas. No es un museo propiamente dicho, sino solo unas pocas fotos colocadas de cualquier manera de los edificios ardiendo y desmoronándose y algunos retratos de gente con el rostro cubierto de cenizas. Aun siendo un timo salimos con el alma un poco sobrecogida.

 

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