INCLEMENTE
Silencio. La luz que hiere con su
intensidad lo apaga todo. No hay formas, no hay colores, tampoco hay
dimensiones, ni profundidad, solo una luminosidad hiriente. Ningún rincón está
libre, las sombras disminuidas están ausentes refugiadas en pequeñas oquedades.
El calor se hace sentir en las calles vacías, inertes. No es una caricia, es
directamente un puñetazo al cerebro. La vida siempre dispuesta a sobresalir, se
oculta, se refugia, los gatos siempre
frioleros y en busca de calor andan metidos en sus umbríos refugios, el
verde de los geranios trasmite un
silencioso grito de ayuda. El silencio
lo invade todo. No se oyen gritos de niños jugando, ni el piar de los pájaros,
incluso las normalmente bulliciosas cotorras argentinas están silenciosas, ni
siquiera la calurosa brisa que todo lo seca provoca al pasar el rumor de la
hojas. Ni siquiera es tanto así ya que el silencio tiene su propio sonido característico
definido por la ausencia de cualquier otra sensación. El tiempo parece haberse
detenido, los segundos se alargan interminables, los minutos se eternizan, las
horas pesadas como losas de granito se vuelven inabordables. Simplemente estamos
en otra realidad. El ahora parece tan lejano como el mañana y tan inalcanzable
como el ayer. El espacio, no existe inmersos como estamos en un mar de luz, de
calor, de sentidos abotargados, de cuerpos blandos e indolentes. La ciudad, sus
gentes se ocultan detrás de ventanas cerradas y persianas abatidas, que proporcionan
refugio, un somero alivio de la brutal canícula estival. El contraste es tan
real como increíble. Dentro el relativo frescor de la penumbra, el fugaz alivio
del ventilador, la frescura de la inmovilidad, la somnolencia reparadora. La
vida que sigue al ralentí, a la espera. Fuera el infierno inclemente de Madrid en un domingo de Julio que todo lamina y
apaga.
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