GRANADA (FIN)
Para no variar el domingo se
levanta lluvioso y frio. Así que con poca gana pero con pundonor aprovechamos
para seguir haciendo vida de turista y nos dirigimos a visitar el Sacromonte.
Antes y aprovechando que estamos andando por la Carrera del Darro - reconozco
que amo este paseo , me encanta su angostura, el ajetreo de gente, los palacios
señoriales convertidos en museos, el empedrado de la calle, el pequeño muro que
salva a la gente de caer al rio, la
imagen del pequeño puentecillo del cadí que se abre a una pequeña placita, los edificios
de tres plantas, que se levantan desde la misma imagen del rio y más que
empequeñecerlo lo engrandecen, que abren
sus diminutas ventanas para admirar al Albaicín. , las tabernas que ponen sus
mesitas en las placita,- hacemos una parada para visitar al edificio conocido
como los Bañuelos, que como su nombre nos hace sospechar son unas termas árabes
pero no unos baños cualesquiera, no, sino
las más antiguas que se conocen. El edificio engaña, bajo lo anodino de su
exterior esconde una preciosidad que se muestra
a los ojos nada más cruzar la puerta. Albercas en sus patios y alquerías en sus
espacios cerrados que contuvieron en su momento la típica disposición de
cualquier “hamman” actual de baños
con agua fría, templada y caliente. Es de notar que todos los techos tienen claraboyas de forma
estrellada y octogonal que hacen volar mi imaginación.
Al igual que el comienzo lo tengo
claro, las señales de la finalización se mezclan en mi cabeza sin que ninguna
sea la dominante. Puede que fuese cuando el conductor del autobús, si lo
reconozco no somos turistas perfectos y estábamos
vagos y habíamos pillando el 34, que nos
llevaba desde la Cuesta del Chapiz a la abadía del Sacromonte, nos aviso de que
oiríamos un ruido fuerte y que no nos preocupásemos, momentos antes de que el
culo del autobús rozase con el asfalto a la entrada de la abadía y produjese un
estruendo que produjo risas en el repleto vehículo, o quizás cuando se me ocurrió preguntar qué
diferencia hay, si es que existe alguna,
entre una abadía y un monasterio, y cuya respuesta se quedo en algún
recodo del camino de vuelta , o la señal de que el viaje agonizaba puede que fuese
tomando un fino y unas aceitunas en una taberna típica –estufa en una
esquina, paredes encaladas adornadas con
fotos del dueño del local acompañado de lo más granao del baile y cante, mesas
de madera con manteles a cuadros - del Sacromonte, mientras fuera una ligera
llovizna apenas terminaba de mojar la calle y por los ventanales veíamos los montes
de la dehesa llenos de caminantes enfundados en chubasqueros de colores. Y sé que fue alguno de esos porque a pesar que
nos quedaban más de 7 horas para irnos, que comimos un delicioso cuscús de ternera y una pastela, que paseamos por la ciudad sacando fotos a grafitis, a edificios que
lucían su belleza a la luz del día, que tomamos un café acompañado de unos
piononos y que aun nos dio tiempo para perder un esqueje de poto morado,
abandono sin querer en al alfeizar de alguna ventana, y de tomar un último vino y un poco de jamón,
todos eso solo sirvió para engañar la languidez de la tarde y hacerla menos
eterna hasta que llegas el momento de montarnos en el tren de vuelta, que esta vez y es una
señal más, salió a su hora como no podía ser de otra forma.
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