San Petersburgo


Cómo vivir las Noches Blancas de San Petersburgo


Día no sé cuántos del confinamiento, levanto la cabeza del ordenador, en el que se supone que estoy tele trabajando, y me pongo a mirar a través de la ventana del balcón a los pájaros, bueno son sólo gorriones, que picotean las migas que les dejamos en el comedero que hemos puesto en una esquina del balcón. Veo como se pelean entre ellos por un sitio en el pequeño plato, como vienen madres y sus polluelos y como les alimentan, aprendo de distinguir los machos de las hembras, ya no podré decir que no he aprendido nada estos días. Es lo más emocionante que me ha pasado estos días.  Veo el cielo, mayormente nublado estos días, y las nubes me llevan a recordar…

Tenemos claro que nos hemos extraviado y no tenemos ni idea de donde estamos y lo que es peor, donde esta nuestro hotel. Echando un vistazo a nuestro alrededor nos invade la sospecha de que quizás esta zona por donde andamos ahora, no sea la más recomendable para pasear; las aceras están rotas, basuras y cascotes se acumulan en las esquinas.  Los senderos de grava están descuidados y hay que andar con cuidado para no introducir el pie en algún agujero, los restos de césped luchan por sobrevivir entre malas hierbas y arbustos que crecen de cualquier manera.  Las bellas fachadas del Hermitage, las finas agujas del almirantazgo, los señoriales edificios que dan a la avenida Alexander Nevsky han quedado atrás y han sido sustituidos por feos y descuidados edificios de más de 10 plantas, con las fachadas descarnadas llenas de pintadas, recortándose contra la extraña luz, ni tan cálida que anuncie un amanecer aún lejano ni tan lánguida que de paso a un anochecer próximo, de las 11 de la noche y donde grupos de  vecinos,  todos son hombres, están reunidos delante de los portales a la luz que les da una fogatas. Un hombre grande, con paso vacilante se nos acerca y nos dice, más bien nos grita, algo en ruso. Está borracho. José y yo no decimos nada y seguimos andando, sin querer apretamos un poco el paso, mientras de reojo buscamos una señal que nos indique la cercanía de nuestro hotel o algún bar o comercio donde podamos preguntar.
Reconozco que más que miedo me empieza a entrar algo de inquietud, ni siquiera tengo claro que no estemos andando en círculos en este barrio claramente obrero y suburbial. Los edificios son idénticos unos a otros, altos, funcionales y feos. Todos ellos con su grupo de vecinos, en el portal bebiendo alcohol alrededor de una fogata, mientras hablan a gritos.

De pronto al fondo veo un letrero, indudablemente es el neón de un bar. Pocas cosas sé en esta vida, pero reconozco un bar a metros de distancia. Nos acercamos a la luz, como si fuéramos polillas atraídas por un fuego. Es un quiosco, que se halla en medio de una plaza que digamos no pasa sus mejores momentos, bancos destrozados caídos en el suelo, esculturas que alguna vez significaron algo y que ahora no son más que piedras puestas unas encima de otras, fuentes con el caño cegado por un trozo de cemento.

El quiosco tiene forma circular y está todo acristalado, aunque los cristales, no dejan ver el interior. Nada más entrar, me siento como el protagonista de esas pelis, donde un tipo entra en un bar y todos los parroquianos se giran al verle y él en ese instante es consciente de que ese no es su sitio. Según avanzo a la barra noto como la gente deja sus bebidas y siento todas las miradas puestas en mí, aun así, veo que un pequeño neón que anuncia la cerveza ursus.
 Llego a la barra y pregunto a la camarera, una mujer mayor, grande e indudablemente rusa, si habla inglés. Le entiendo el niet. En mi mejor ruso, pronuncio el nombre del hotel. Por la cara de la mujer es obvio que mi ruso está contraviniendo alguna de las leyes de la convención de ginebra.
La mujer me mira con cara de extraño extranjero que destrozas el ruso, té ayudaría si supiese que estás diciendo. Recuerdo que en algún lado de la mochila llevo una servilleta de papel con el nombre del hotel. Busco entre los bolsillos y la encuentro toda arrugada al fondo de uno de ellos. Lo estiro, compruebo que es legible y se la extiendo a la señora que lo coge, lo mira y sonríe. Yo no sé por qué sonrío también. Pronuncia el nombre del hotel, y yo me digo para mí que suena igual a como yo lo estaba diciendo. Sin demora, me indica cómo llegar, aunque claro me lo está diciendo en ruso.  Yo intento seguirle el movimiento de las manos para hacerme una idea. Al final consigo entender que tenemos que llegar hasta una gran avenida y luego girar a la izquierda y andar. Seguro que lo último que me está diciendo es algo así como no tiene perdida. En otro momento no hubiese dudado de tomarme en ese bar una cerveza, pero es tarde y aún tenemos que encontrar el hotel. Me despido de la camarera con un “spasibo”. 

Avanzamos un poco y efectivamente llegamos a una gran avenida profusamente iluminada que hace que el barrio que empezamos a dejar atrás, parezca aún más triste y miserable.  Al otro lado de la avenida, discurre silencio y ancho el rio Neva. Andamos como unos 10 minutos por la calle, solitaria y sin tráfico y cuando en mi corazón empezaba de nuevo a crecer la sospecha de que nos habíamos vuelto a perder, vemos al fondo alzarse la imponente mole de nuestro hotel. Según avanzamos el edificio crece ante nuestros ojos y ya delante de la gran puerta acristalada un fugaz pensamiento de volver al bar cruza mi mente. Miro el reloj, son cerca de la una de la mañana y ya no queda ni rastro de luz, aunque tampoco puedo decir que sea noche cerrada.. Por una vez gana el sentido común y entro en el hotel y me dirijo a recepción para pedir la llave de mi habitación.

La foto no es mia. Está pillada fe Internet, Si alguien tiene sus derechos me lo diga y la quito

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