CUDILLERO



  A veces viajar no es únicamente ir a otro lugar, visitar monumentos o mojarse los pies en playas idílicas. También, las más de las veces, viajar es bucear en nuestra memoria y confrontar nuestros recuerdos con la realidad y acabar traicionándonos a nosotros mismos.

Y así, en todos estos años mi memoria del pueblo de Cudillero se basaba en algunos recuerdos, pocos, muy asentados en mi memoria.

Corría el año de los juegos olímpicos en los que Nadia Comaneci consiguió los primeros dieces en gimnasia de la historia olímpica y me recuerdo como un crio de 12 años sentado en la terraza de un bar, frente al mar, junto con mis jóvenes padres y mi hermana menor, comiendo unos mejillones. Ante mi queja por el tamaño, eran realmente pequeños, el camarero me preguntó de donde era, a mi respuesta de Madrid, me comentó que los mejillones grandes, tenían orden de enviarlos a la capital ya que daban más dinero.

Mi segundo recuerdo es de unos años después, en un mes de julio.  La izquierda ha arrasado en las elecciones municipales y yo soy un joven de 18 años, que visita el pueblo con un amigo. Recuerdo una madrugada de niebla y orbayu, en la que terminamos tirados en el suelo de un garaje intentando dormir dentro de nuestros sacos, esperando el autobús que debía llevarnos de vuelta a Gijón. Cuando por fin llegó, y mientras andaba por el pasillo hacia nuestros asientos, me di cuenta que el resto de los pasajeros, el autobús iba lleno, eran trabajadores de las minas y de los altos hornos, sus cascos de plástico duro apoyados en las rodillas y monos con el logo de una siderurgia no dejaban lugar a dudas, y que, pese a lo temprano de la hora, no eran las seis de la mañana, no dejaron de charlar animadamente entre ellos, mientras el autobús los acercaba al tajo.

Estos dos recuerdos se unen en mi memoria compartiendo una tercera imagen. Al final de la plaza de Cudillero en el lado del monte, hay un pequeño pasadizo excavado en la montaña que permite pasar, sin dar un rodeo, del pueblo a la playa. Es una playa pequeña y no muy concurrida, o así la recuerdo yo, en la que el sonido de los cantos rodados al ser movidos por el reflujo de las olas lo llena todo.

Pero dejemos los recuerdos y volvamos al ahora.  Nos encontramos en el año maldito, el año perdido, el año que ninguno nos imaginamos vivir. Nos hemos auto convencido que debemos salir de vacaciones, que no traicionamos a nadie por irnos, que nos sentará bien el cambiar de aires y viendo y comparando estadísticas, comprobamos que Asturias es el lugar más seguro, donde tienen la enfermedad más controlada y es más difícil contagiarse. Son poco días, pero los suficientes para recargas nuestras ilusiones y aliviar nuestra alma.

Han pasado casi cuarenta años desde mi última visita a esta villa marinera. Nada más bajar del autobús, que vacío ya de pasajeros sigue su ruta, reconozco el cocherón donde dormí siendo joven, según descendemos por la empinada calle, la parada está situada en la parte alta del pueblo y este solo tiene esa calle para salir o entrar de él, fugaces retazos de recuerdos vienen a mi mente.  En nuestro caminar vemos casas cerradas y abandonadas, bastantes locales con el cartel de se alquila. Todo tiene un aire triste y decadente, de pueblo bien venido a menos. Más tarde nos enteraremos que el pueblo pierde habitantes a razón de 100 personas al año. Según vamos llegando al final de la calle se ven más comercios abiertos, especialmente bares y tiendas de recuerdos, tras pasar el ayuntamiento y la iglesia parroquial desembocamos en la plaza principal de la villa a la que llaman el anfiteatro. Realmente si no has estado con anterioridad es un espacio impresionante, pareciese que las casas amontonadas y colgadas todas de las montañas que rodean la plaza, se fuesen a precipitar sobre uno. Las casas tienen sus fachadas pintadas de blanco y sus puerta y ventanas de vivos colores, rojo, azul, verde. La plaza es una media luna con que se abre al mar. Miro los bares que llenan la plaza y sé que, en alguno de ellos, y casi estoy seguro de cuál es, ya que es el único desde que se puede ver el mar desde las mesas es el protagonista de mi recuerdo infantil.

 

 

Hemos dejado las cosas en la casa que hemos alquilado y caminamos pegados a la montaña por el lado izquierdo, el interior, de la plaza. A nuestra derecha dos mujeres salen del mar y mientras se secan con una toalla ascienden por el inclinado empedrado que antaño servía para deslizar las embarcaciones desde la plaza hasta el agua, seguro que eso tiene un nombre, pero lo desconozco. Avanzamos por el camino que yo sé que lleva al pasadizo y a la playa, avanzamos, pasamos el pequeño monte que cierra la plaza por uno de sus lados y … mí recuerdo ha desaparecido. Miro a los lados desconcertado, por si acaso nos hemos equivocado de sendero, o no hemos visto alguna bifurcación. Nada. En lugar del pasadizo hay un pequeño puente del que se eleva un arco azul y en lugar de una montaña hay un gran vacío. Donde debería estar a montaña hay una carretera. Cruzamos el puentecillo que salva una piscina natural con el fondo cubierto de guijarros, y paseamos por el pequeño paseo maritimo, pasamos delante de unos puestos que venden artesanía local y viajes marítimos por los alrededores. En lugar de una playa de guijarros y llena de silencios, se ve un aparcamiento, repleto de coches, construido para que los turistas puedan dejar sus coches y más allá aún está el nuevo puerto. Todo da la impresión de nuevo o de estar muy bien conservado. Avanzamos por una zona de columpios, en una placa leo que la reforma de esa zona fue inaugurada en el año 1996. Caminamos hasta que el paseo se convierte de nuevo en una carretera que serpentea montaña arriba. Frente a nosotros el mar embate contra los grandes bloques de hormigón que forman parte de la bocana del puerto. Me giro y confronto ese paisaje nuevo con mis recuerdos. Trazo mentalmente la línea donde debería estar la montaña, el pasadizo, la playa. No queda nada, solo unas rocas que sobresalen entre las aguas del puerto muestran donde acababa antiguamente la montaña. Paseamos despacio. Del lado de la montaña, hay una pequeña cascada, me acerco, veo las heridas que las maquinas provocaron en la piedra. Aunque me siento traicionado, ¿cómo pueden haber eliminado mi recuerdo?, me reconforto un poco conmigo mismo. No es que mis recuerdos no sean verdad, es la naturaleza la que ha cambiado o más bien la han cambiado y con ello mis recuerdos que una vez fueron, pero ya no son. Vuelvo al paseo, hay una pandilla de jóvenes bañándose en una zona de piedras, quizás lo único que queda de la antigua playa, a la que se accede por unos escalones hechos de hormigón. No hacen ningún caso al cartel que reza: zona peligrosa para el baño.

Nos acercamos hasta el final del puerto, en alguna de las naves asignadas a cada embarcación vemos encima de las puertas pescado puesto a secar. Hemos dejado atrás a los turistas y el bullicio, Andamos por el espigón, no debe medir menos de seis metros de alto y cuatro de anchura. Impresiona pensar que, en pleno invierno, en épocas de temporales el agua salta por encima como si esta inmensa obra no existiera. Estamos casi solos, únicamente algunos pescadores prueban suerte lanzando su sedal entre las rocas. El perro de uno de ellos se acerca y nos olisquea los pies.  En una esquina, una gaviota da cuenta de un pescado que había tirado en el suelo. El aire tiene ese aroma inconfundible a puerto, a mar, a pescado.

Volvemos de nuevo hacia el pueblo, andamos confundidos entre las mascarillas de decenas de turistas que llenan la plaza, escuchando acentos de toda la cornisa norte peninsular. Niños que se llaman Pelayo, Borja o Leticia, corren persiguiéndose indiferentes a la llamada de sus padres que les vigilan desde una mesa, mientras disfrutan de un vino.

Han pasado tres días desde mí epifanía, en los que hemos caminado como si no hubiese mañana, y en los que de alguna manera he conseguido reconfortarme con mi memoria, aunque ahora tenga dos recuerdos del mismo paraje que difieren radicalmente entre si, y es hora de irnos. Hacemos el recorrido inverso al primer día y ascendemos por la calle principal y según nos alejamos de la plaza vamos dejando atrás el bullicio de bares y tabernas, pasamos por delante del hogar del jubilado y de la gran casa, reconvertida en hotel, que tiene adosada una pequeña capilla acristalada en la que se ven un par de sillas con sus escabeles, un gran cristo crucificado y un velorio con algunas velas encendidas. De nuevo van apareciendo los colores apagados de los edificios abandonados hasta que después de girar a la derecha llegamos de nuevo al garaje. Nos sentamos en un banco para esperar el autobús que nos llevará a Aviles. Puntual, a su hora llega el autobús, viene vacío. En total somos cinco los pasajeros que subimos, nosotros una anciana y un chico joven que se bajará dos pueblos más allá. En la siguiente parada, sube una mujer joven que pregunta al conductor el nuevo horario de los autobuses, es profesora del instituto y necesita saber si al terminar las clases apurándose un poco le da tiempo a coger este autobús o deberá volverse andando a su casa. El resto del viaje transcurre en silencio, solo roto por los saludos al conductor de los escasos pasajeros que recogemos en el recorrido. Sigo intentando que mis recuerdos, los verdaderos y los que lo fueron, se acomoden en mi cabeza. Una hora después, llegamos a nuestro destino.

 

Han pasado dos semanas desde entonces y mi cerebro se ha ordenado. En ella hay un recuerdo fantasmal, antiguo en blanco y negro, de una realidad que ya no existe y que convive armónicamente con el recuerdo nuevo, un recuerdo en alta definición y 4k, de una realidad que no por ser actual, es más verdadera que la anterior

 

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