Take the A TRain
Son las cinco y cuarto de la mañana y es noche cerrada cuando salimos por la puerta del hotel camino de la estación de tren. Pese a lo temprano de la hora, al pasar por delante del gimnasio que está casi pegado al hotel vemos a través de los cristales a un hombre corriendo en la cinta sin fin. Lo reconozco nunca comprenderé como a esas horas no se está en la cama durmiendo, aunque claro seguramente se deba a que soy un poco vago. Algo más adelante, pasamos por delante de la puerta del edificio ampliamente iluminado que ocupa el ejército de salvación y observamos que se está formando una cola de gente, en contraste un edificio que ocupa casi toda la manzana y que simula ser un castillo, el rey de las hamburguesas, se alza como una mole oscura y solitaria. La estación esta realmente cerca y no tardamos en llegar. Comprobamos cuál es el andén y sentándonos en unos bancos esperamos la llegada de nuestro tren.
Desde el momento en que empezamos a planear este viaje una de las pocas cosas que tuvimos claras es que el desplazamiento entre las ciudades lo haríamos siempre en tren. ¿Quién no ha soñado con viajar en alguno de esos inmensos trenes americanos que salen en las películas? Nada de trasladarnos simplemente de un lugar a otro, que es lo que hace el avión, sino viajando en el sentido pleno de la palabra, disfrutando del tiempo, viendo los paisajes, conociendo lo poco o mucho que pudiésemos del país. Así que, con esta idea, habíamos comprado una especie de pase que nos permite viajar en tren todas las veces que deseemos durante 15 días e íbamos a estrenarlo ahora.
Muy poco después, el tren se detiene frente a nosotros, buscamos nuestro coche, recordad siempre que los vagones son únicamente para mercancías y ganado, y nuestros asientos. Dejamos el equipaje en el espacio situado encima de nuestras cabezas y ya tranquilos, nos sentamos y nos relajamos. Miro a mi alrededor, no somos más de seis personas contándonos a nosotros. Puntual y después de un toque de silbato el Amtrack, despacio al comienzo comienza de nuevo su andadura, es un tren directo sin paradas. Nos introducimos en un túnel que cruza la ciudad y poco después salimos a la superficie, estamos en las afueras de Boston. Sin ser un tren rápido, avanzamos a buena velocidad. Es una tren moderno y amplio. Me sorprende un poco descubrir que los coches han sido construidos por Talgo. Los asientos, más bien butacas resultan muy cómodos y espaciosos, no doy con mis rodillas en el asiento de delante. Compruebo que lo que me habían comentado es cierto, todo el personal a bordo desde el mozo al revisor que amablemente nos pide los billetes es de color, y como dice la canción peruana ¿de qué color? negro. No sé si será casualidad o si es verdad lo que nos contaron y que dice que es una tradición que viene desde los tiempos de la guerra civil americana y que les dieron a las personas negras estos trabajos, en principio solo los de mozos, para integrarlos, pero a la vez también por ser los trabajos peor pagados de todos.
Muy poco después, el tren se detiene frente a nosotros, buscamos nuestro coche, recordad siempre que los vagones son únicamente para mercancías y ganado, y nuestros asientos. Dejamos el equipaje en el espacio situado encima de nuestras cabezas y ya tranquilos, nos sentamos y nos relajamos. Miro a mi alrededor, no somos más de seis personas contándonos a nosotros. Puntual y después de un toque de silbato el Amtrack, despacio al comienzo comienza de nuevo su andadura, es un tren directo sin paradas. Nos introducimos en un túnel que cruza la ciudad y poco después salimos a la superficie, estamos en las afueras de Boston. Sin ser un tren rápido, avanzamos a buena velocidad. Es una tren moderno y amplio. Me sorprende un poco descubrir que los coches han sido construidos por Talgo. Los asientos, más bien butacas resultan muy cómodos y espaciosos, no doy con mis rodillas en el asiento de delante. Compruebo que lo que me habían comentado es cierto, todo el personal a bordo desde el mozo al revisor que amablemente nos pide los billetes es de color, y como dice la canción peruana ¿de qué color? negro. No sé si será casualidad o si es verdad lo que nos contaron y que dice que es una tradición que viene desde los tiempos de la guerra civil americana y que les dieron a las personas negras estos trabajos, en principio solo los de mozos, para integrarlos, pero a la vez también por ser los trabajos peor pagados de todos.
Comienza a amanecer, el cielo está muy nublado y amenaza lluvia. El tren serpentea a través de la costa atlántica. Nuestra ventanilla da al interior a los bosques. Son bosques inacabables de arces que despliegan ante nuestros ojos una sinfonía total de rojos, marrones y amarillos. Realmente es un paisaje otoñal precioso. Por las ventanillas del otro lado vemos como el atlántico rompe contra acantilados y playas, de vez en cuando vislumbramos en la distancia diminutos pueblos de pescadores semi ocultos por las nubes bajas y la niebla. Pequeños barcos pesqueros salen a pescar las langostas que dan fama a la zona, dejando una estela de espuma blanca tras de si. Me pierdo en mis ensoñaciones. En un momento dado no sé desde donde me llegan sonidos de cánticos y rezos “Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn” y me viene a la cabeza la frase “no está muerto lo que duerme eternamente”. Mi mente se puebla de seres remotos, primordiales, amorfos, indefinibles, temibles que provocan rechazo y repulsión a partes iguales, que provienen desde las profundidades del tiempo y que se ocultan recelosos entre los jirones de niebla. Puede que me haya quedado traspuesto. El silbido producido por el cruce con otro tren libera mi mente.
De vez en cuando el tren en lugar de dejarlos a un lado cruza por el medio de alguno de estos pueblos. Son vistazos fugaces de las ciudades que el tren cruza sin aminorar su velocidad. Todos parecen tener la falsa placidez de las localidades de las novelas de Stephen King. Son pueblos muy parecidos unos a otros, primero un pequeño cementerio rodeado por una valla y oculto por hierbas y árboles, después algunas decenas de casas diseminadas sin orden por el bosque y luego la plaza principal de la pequeña ciudad donde frente al ayuntamiento ondea en un mástil la bandera americana, a la plaza le sigue el cuartel de bomberos o puede que una clínica y un par de pequeños barrios de casitas individuales de dos plantas, construidas en madera y ladrillo. No sé si es por lo temprano de la hora, pero casi no se ve ningún tipo de tráfico por las calles. Para terminar y antes de perdernos de nuevo en el inacabable bosque siempre hay un pequeño almacén. Pese a la velocidad intento adivinar el nombre de los pueblos al pasar por la estación. No me sorprendería nada que alguna de estas pequeñas ciudades, sobre todo las que dan al mar se llamasen Arkham, Innsmouth o Dunwich. Tampoco veo ninguna universidad con el nombre de este último.
Dejamos la costa y nos introducimos en el bosque. Los hermosos arboles llena todo el paisaje. Me dedico a por la ventanilla y disfrutar del viaje.
Llueve con ganas. Cruzamos ríos anchos y caudalosos de aguas oscuras, o quizás sea la oscuridad del día la que les da dota de ese color, por imponentes puentes de hierro. De vez en cuando surgen solitarias, pequeñas explotaciones madereras. Nos cruzamos nuevamente con otro tren que hace el trayecto en sentido inverso. Sentimos hambre y levantándonos nos acercamos al vagón restaurante y pedimos un café solo y unos donuts. El paisaje sigue inmutable, bosque, pueblito, bosque. La gente que hay en la cafetería habla en voz baja casi en susurros. Volvemos a nuestros asientos. Parece, según avanzamos hacia el sur, que poco a poco los bosques se retiran y dejan espacio a amplios campos donde se alteran terrenos de cultivo y algunas fábricas. Los pueblitos dan paso a ciudades algo más grandes y feas. Avanzamos de nuevo por la costa, vemos puertos deportivos llenos de decenas de yates y sin interrupción polígonos industriales, donde el sucio humo de las altas chimeneas de las fabricas se mezcla con las oscuras nubes
Al dar una amplia curva, al fondo y entre las nubes veo la silueta de una ciudad. El tren circula ahora entre edificios de unas seis plantas de altura medio derruidos y mal conservados muchos de ellos con las ventanas tapiadas, de alguno de ellos se escapa entre las rendijas de los tablones una luz mortecina. Al pie de alguno de ellos se ven unas tiendas de campaña, pegadas a la pared, Todo exuda un aroma a pobreza y dejadez, mentiría si dijese que esperaba ver esta pobreza más propia de un país en guerra que de la primera potencia mundial. El tren haciendo sonar su profunda sirena los deja rápidamente atrás. Las gotas de lluvia se agarran con fuerza a los cristales del tren antes de salir despedidas hacia el final del mismo dejando su pequeño rastro en la cristalera. El cielo se ilumina con el resplandor de los relámpagos. Poco después empezamos a oír truenos.
Entramos ahora si en la gran ciudad, La neblina y la lluvia, altera el paisaje de grandes edificios dotándoles de una apariencia irreal, están ahí, al fondo, pero parecen no estar. Son reales, inmensos, pero a la vez parecen etéreos, como hechos de hilos de neblina. Hemos salido de Boston a las 5 de la mañana y a las 9 el tren, llega al gran puente que cruza el rio Hudson. Un rio ancho, muy ancho, de aguas grises que parecen más grises aún bajo la lluvia otoñal. Poco después el trayecto se introduce de nuevo en un túnel que termina en la Gran estación central de Nueva York
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